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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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—Sí. Dios te lo pague —se apresuró a contestar Tuta—. Me lo como. ¿Te puedes<br />

creer que estoy en ayunas?<br />

Cortó dos trozos: uno, el más grande, para ella; y puso el otro en los deditos delgados<br />

del niño, que no querían abrirse.<br />

—Papa, Nino. Pórtate bien, ¡esto es un lujo, sabes! Papa, papa.<br />

<strong>La</strong> vieja se fue, arrastrando los pies, junto con la del bastón. El parque ya se había<br />

animado un poco. El guarda regaba las plantas. Pero aquellos pobres árboles, que surgían<br />

del parterre ralo, salpicado de cáscaras de frutas y de huevos y de pedazos de papel,<br />

resguardado por ramas y espinas o por rocas artificiales, donde estaban los bancos, no<br />

querían despertarse del sueño en el cual parecían absortos —sueño de una tristeza infinita<br />

— ni frente a los golpes del agua.<br />

Tuta se puso a observar la fuente baja, redonda, que surgía en medio, cuya agua<br />

verdosa se estancaba bajo un velo de polvo, que se rompía de vez en cuando por el ruido<br />

que hacían las cáscaras lanzadas por la gente sentada alrededor.<br />

El sol ya casi se ponía y casi todos los bancos estaban a la sombra.<br />

Una señora de unos treinta años, vestida de blanco, vino a sentarse a un banco<br />

cercano. Tenía el pelo rojo, casi color cobre, desgreñado, y la cara pecosa. Como si no<br />

aguantara más el calor, intentaba apartar de sus piernas a un chico adusto, amarillo como<br />

la cera, vestido de marinero, mientras miraba por doquier, impaciente, entrecerrando los<br />

ojos miopes, como si esperara a alguien, y de vez en cuando volvía a empujar al chico<br />

para que buscara a algún compañero de juego. Pero el chico no se movía: miraba<br />

fijamente a Tuta, que comía pan. Tuta también observaba atenta a la señora y a aquel<br />

chico; de pronto dijo:<br />

—Usted, señora, por favor, si alguna vez necesitara una mujer para las faenas de la<br />

casa… ¿No? Pues bien…<br />

Luego, viendo que el chico enfermizo no le quitaba los ojos de encima y no quería<br />

ceder a las repetidas invitaciones de la madre, lo llamó:<br />

—¿Quieres ver al pequeñín? Ven a verlo, guapo, ven.<br />

El chico, empujado violentamente por la madre, se acercó; miró un rato al niño con<br />

los ojos vítreos de un gato fustigado; luego le quitó de la manita el trozo de pan. El niño<br />

se puso a chillar.<br />

—¡No! ¡Pobre niño! —exclamó Tuta—. ¿Le has quitado el pan? Ahora llora, ¿lo ves?<br />

Tiene hambre… Dale al menos un trocito.<br />

Levantó la mirada para llamar a la madre del chico, pero no la vio en el banco:<br />

hablaba al fondo, agitadamente, con un hombre barbudo que no le prestaba atención, con<br />

una sonrisa curiosa en los labios, las manos tras la espalda y el sombrero blanco en la<br />

nuca. El niño seguía chillando.<br />

—Bueno —dijo Tuta—. Te quito yo un trocito…<br />

Entonces el chico también se puso a chillar. Llegó su madre, a quien Tuta, con buena<br />

gracia, le explicó lo que había pasado. El chico apretaba con ambas manos, contra el<br />

pecho, el trozo de pan, sin soltarlo ni con las exhortaciones de la madre.<br />

—¿Lo quieres de verdad? ¿Y no te lo comes, Ninnì? —dijo la señora pelirroja—. No<br />

come nada, sabe, nada: ¡estoy desesperada! Ojalá lo quisiera realmente… Será un<br />

capricho… Déjeselo, por favor.<br />

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