La vida desnuda - Luigi Pirandello

había que fabricar a una mujer sana a propósito, capaz de dar a luz a un hijo sin
problemas, por el simple gusto de contradecir.
Ella llevaba en sí la enfermedad. Pero hasta ahora no había muerto a causa de ella y
probablemente nunca hubiera muerto, si aquel heroísmo no le hubiera inspirado al
marido, de pronto, un deseo tan fuerte por ella que no respetó las prohibiciones de los
médicos, después de tantos años de abandono y maltratos.
Solamente esta prohibición era consecuencia de la enfermedad; la prohibición y por
tanto el abandono y los maltratos del marido. En cambio, el deseo imprevisto y muy
natural, el no respetar aquella prohibición y la muerte eran consecuencia del heroísmo. Si
ella no lo hubiera cumplido, el marido no solamente no la admiraría ni la desearía, sino
que la hubiera tratado peor que antes y ella no hubiera muerto.
—¿Qué dice? —exclamó en este punto el joven, encendido por el desdén—. Y
dejaría morir así a sus cuatro hijos sin intentar salvarlos de alguna manera. Sería una
madre indigna y desnaturalizada.
—¡De acuerdo! —insistió rápido aquel señor—. En cambio ha sido una heroína y
usted la admira, yo la admiro y todos la admiramos. Pero ha muerto. Me permitirá que la
llame, al menos por eso, desgraciada.
Nuestros buenos cofrades meridionales utilizan una dialéctica muy atormentada.
Hunden en el dolor el taladro de su raciocinio, para excavar hasta el fondo y fru fru fru,
no paran nunca. No lo hacen como un frío ejercicio mental sino, al contrario, para
adquirir una conciencia más profunda y entera de su dolor.
—Sin embargo crea, querido señor —continuó poco después con un suspiro—, que
para mí esta mujer que ha muerto no ha sido tan desgraciada como lo son quienes,
después de uno de estos actos heroicos, han seguido vivos. Porque usted tiene que
reconocer que el heroísmo es asunto de un momento. ¡Un momento sublime, de acuerdo!
Una exaltación imprevista de todas las energías más nobles del espíritu, un despertar
súbito y una excitación de la voluntad y del sentimiento, por lo cual se crea una obra o se
cumple un acto digno de admiración, y digamos incluso de gloria, aunque desafortunado.
¡Pero se trata de momentos, señores míos! (Perdonen si les parece que les esté dando
una lección: en verdad, soy profesor, ¡desgraciadamente!). La vida no está hecha de estos
momentos.
Ustedes saben bien cómo es la vida ordinaria, la vida de todos los días: siempre llena
de pequeños obstáculos, innumerables y a menudo insuperables, y agobiada por continuas
necesidades materiales, y apremiada por cuidados a menudo mezquinos, y reglamentada
por deberes mediocres. ¿Y por qué el alma se sublima en aquellos raros momentos?
Precisamente porque se libera de todas aquellas miserias, salta sobre todos aquellos
pequeños obstáculos, no advierte todas aquellas necesidades y así, desprendida y libre,
respira y palpita, se mueve en un aire ferviente e inflamado, donde las cosas más difíciles
se vuelven facilísimas, las pruebas más duras se vuelven levísimas y todo es fluido y
libre, como en una ebriedad divina.
Respirando, palpitando, moviéndose en la etérea sublimidad de aquellos momentos,
querido señor, ¿usted sabe qué bromas le gasta, qué graciosas sorpresas le prepara su
alma libre y desatada de cualquier freno, destituida de cualquier reflexión, encendida y
deslumbrada en la llama del heroísmo?
Usted no lo sabe, usted no se da cuenta de ello, no puede darse cuenta. Se dará cuenta
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