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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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¡Si había perdido incluso la semilla! Allí, los penachos de aquellos cardos…<br />

Todo había terminado para él.<br />

Se había percatado de ello, vagando aquella mañana; libre finalmente, fuera de su<br />

cárcel, porque su mujer y sus hijos ya no lo necesitaban.<br />

Había salido de casa con la firme intención de no volver jamás. Pero aún no sabía qué<br />

haría, dónde iría.<br />

Vagaba y vagaba; había ido al Gianicolo y había comido en una fonda allí arriba… y<br />

bebido, sí, bebido… más, más de tres vasos… ¡era la verdad! También había ido a Villa<br />

Borghese. Cansado, se había tumbado sobre la hierba de un prado durante varias horas<br />

y… sí, tal vez por el vino… también había llorado, sintiéndose perdido como en una<br />

lejanía infinita; y le había parecido recordar tantas cosas, que quizás nunca habían<br />

existido para él.<br />

<strong>La</strong> primavera, la ebriedad del primer calor del sol sobre la hierba tierna de los prados,<br />

las primeras florecitas tímidas y el canto de los pájaros. ¿Cuándo los pájaros habían<br />

cantado tan alegremente para él?<br />

Qué dolor sentir el pelo gris y la barba árida, en medio de aquel primer verde, tan<br />

vívido y fresco de la infancia. Saberse viejo. Reconocer que desde el alma no podía<br />

brotarle ningún grito con la alegría de aquellos trinos, de aquel piar; que ningún<br />

pensamiento ni ningún sentimiento podían nacer en su mente y en su corazón, con la<br />

timidez gentil de aquellas primeras florecitas, la frescura de aquella hierba primera en los<br />

prados; reconocer que todas aquellas delicias para las almas jóvenes se convertían para él<br />

en una angustia infinita de nostalgia.<br />

Su estación había pasado para siempre.<br />

¿Quién puede decir, en invierno, cuál entre todos los árboles ha muerto? Todos<br />

parecen muertos. Pero en cuanto llega la primavera, primero uno, luego el otro, luego<br />

muchos juntos, vuelven a florecer. Solo uno que hasta ahora todos los demás habían<br />

podido considerar igual a ellos, se queda despojado. Muerto.<br />

Era él.<br />

Tosco, angustiado, había salido de Villa Borghese; había atravesado Piazza del<br />

Popolo y tomado la via Ripetta; luego, sintiéndose asfixiado, había superado el puente y<br />

bajado por Lungotevere dei Mellini.<br />

Todavía mortificado por la descortesía involuntaria hacia aquella señora del perro de<br />

lanas negro, se encontró con un funeral que avanzaba lento, bajo los árboles reverdecidos,<br />

con la banda delante. ¡Dios, cómo desentonaba aquella banda! Menos mal que el muerto<br />

no podía oírla. Y toda aquella cola de acompañantes… ¡Ah, la <strong>vida</strong>!<br />

Sí, la <strong>vida</strong> se podía felizmente definir así: el acuerdo del bombo con los platillos. En<br />

las marchas fúnebres, bombo y platillos no van acompasados. El bombo redobla, por<br />

momentos, por su cuenta como si tuviera perros en el cuerpo; y los platillos, cing ciang,<br />

van a su ritmo también.<br />

Después de esta reflexión y de haber saludado al muerto, continuó caminando.<br />

Cuando llegó al puente Margherita se paró de nuevo. ¿Adónde iba? Sus piernas no<br />

aguantaban más por el cansancio. ¿Por qué había tomado la Via Ripetta? Ahora, pasando<br />

el puente, volvería de nuevo casi frente a la Villa Borghese. No, vamos: seguiría<br />

caminando del otro lado del Lungotevere hasta el nuevo puente Flaminio.<br />

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