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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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—¡Qué desgracia! ¡Qué tragedia! Pero, ¿cómo ha pasado? —le preguntó en voz baja<br />

la señora maciza del segundo piso al joven bien vestido que se mantenía en una esquina,<br />

con una libreta en la mano.<br />

—¿Aquella es la mujer? —preguntó el joven a su vez, en lugar de contestar—.<br />

Perdone, ¿sabría decirme cuál es su apellido?<br />

—¿De ella?… Sí, es Montesani.<br />

—¿Y el nombre, perdone?<br />

—Adriana. ¿Usted es periodista?<br />

—¡Cállese, por caridad! Para servirla. Y dígame, aquella es la madre, ¿no es verdad?<br />

—<strong>La</strong> madre de ella, la señora Amalia, sí, señor.<br />

—Amalia. Gracias, gracias. Una tragedia, sí, señora, una verdadera tragedia…<br />

—¿<strong>La</strong> señora Nori ha muerto?<br />

—¿Qué, muerto? Es sabido que la mala hierba no muere nunca… En cambio, ha<br />

muerto el marido.<br />

—¿El juez?<br />

—¿Juez? No, sustituto procurador del rey.<br />

—Sí, aquel joven… feo, en suma, delgadito, calabrés, que había llegado hace poco…<br />

¡Eran tan amigos del señor Tommaso!<br />

—¡Eh, como siempre! —rio el joven—. Siempre pasa lo mismo, ya se sabe… Pero,<br />

perdone, ¿Corsi dónde está? Quisiera verlo.<br />

—Vaya allí… Después de aquella habitación, la puerta a mano derecha.<br />

—Gracias, señora. Perdone, otra pregunta: ¿cuántos hijos tienen?<br />

—Dos. ¡Dos angelitos! Un niño de ocho años, una niña de cinco…<br />

—Gracias de nuevo, perdone…<br />

Siguiendo la indicación, el joven se encaminó hacia el dormitorio del herido. Pasando<br />

por el recibidor, sorprendió al hermoso niño de Corsi que, con los ojos brillantes, una<br />

sonrisa nerviosa en los labios y las manos tras la espalda, le preguntaba a uno de los<br />

guardias:<br />

—Y dígame una cosa: ¿cómo le ha disparado, con la escopeta?<br />

III<br />

Tommaso Corsi, con el torso desnudo, poderoso, sostenido por las almohadas, fijaba<br />

los grandes ojos negros y muy brillantes en el doctor Vocalòpulo, quien, en camisa,<br />

arremangado, con los brazos delgados y peludos apretaba y estudiaba la herida de cerca.<br />

De vez en cuando los ojos de Corsi se levantaban también hacia el otro médico, como si,<br />

en espera de que algo de repente le tenía que fallar por dentro, quisiera adivinar la señal<br />

de ello o el momento en los ojos de los demás. <strong>La</strong> palidez extrema acrecentaba la belleza<br />

de su rostro viril, generalmente encendido.<br />

Ahora clavó los ojos en el periodista, que entraba tímido y perplejo: era una mirada<br />

fiera, como si le preguntara quién era y qué quería. El joven palideció, acercándose a la<br />

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