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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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tan correcto en todo, separado ahora de su esposa, expuesto a las malas lenguas, que<br />

podrían sospechar quién sabe qué ofensas por su parte, cuando Dios era testigo de cuánta<br />

magnanimidad, de cuánta condescendencia había dado prueba durante aquellos tres años.<br />

¿Cómo actuar?<br />

Decidió no actuar por el momento. <strong>La</strong> noche le traería el consejo a él y<br />

arrepentimiento, quizás, a ella.<br />

Al día siguiente no fue a la oficina y esperó toda la mañana en casa. Por la tarde se<br />

disponía a salir, sin haber aún detenido el alma para una deliberación, cuando le llegó de<br />

la Cámara de los Diputados una invitación de Marco Verona.<br />

Había una crisis ministerial, y, desde hacía unos días, en la Minerva se insistía en el<br />

nombre de Verona como probable subsecretario de estado: alguien lo preanunciaba<br />

incluso como ministro.<br />

A Lori, entre muchas ideas, se le había ocurrido también la de ir a pedirle consejo a<br />

Verona. Pero se había abstenido, imaginando en qué engorros se encontraría él en<br />

aquellos días. Evidentemente Silvia no había tenido esta discreción y, sabiendo que sería<br />

jefe de la instrucción pública, quizás había ido a verlo para hacerse readmitir en la<br />

enseñanza.<br />

Martino Lori se ofuscó, pensando que tal vez Verona, valiéndose de la autoridad de<br />

ser su próximo superior, quisiera ordenarle que no se interpusiera en las prácticas<br />

burocráticas contra el deseo de su mujer.<br />

Pero, en cambio, Marco Verona lo recibió en la Cámara con mucha amabilidad.<br />

Se mostró muy molesto por haber sido cogido, como él decía, al lazo. ¡Ministro no,<br />

no, por fortuna! Subsecretario. No hubiera querido asumir ni esta responsabilidad menor,<br />

dadas las condiciones de aquel momento político. <strong>La</strong> disciplina del partido lo había<br />

forzado a ello. Pues bien, al menos tendría en el gabinete la ayuda de un hombre<br />

totalmente honesto y muy experto y por eso había pensado enseguida en él, en el<br />

caballero Lori. ¿Aceptaba?<br />

Pálido por la emoción y con las orejas rojas, Lori no supo cómo agradecerle el honor<br />

que le hacía, la confianza que le demostraba; pero sin embargo, mientras se prodigaba en<br />

estos agradecimientos, tenía en los ojos una pregunta ansiosa. Daba claramente a entender<br />

con la mirada que él, en verdad, esperaba otras palabras. ¿El diputado Verona, mejor, Su<br />

Excelencia, no quería nada más de él?<br />

Este sonrió, levantándose, y le puso levemente una mano en el hombro. Eh sí, algo<br />

más quería: quería paciencia y perdón para la señora Silvia. ¡Vamos, eran chiquilladas!<br />

—Ha venido a verme y me ha expuesto sus «fieros» propósitos —dijo, siempre<br />

sonriendo—. He hablado mucho con ella y… ¡Sí! ¡Sí! Realmente no es necesario que<br />

usted se disculpe, caballero. Sé bien que la señora es injusta y se lo he dicho, ¿sabe? Con<br />

franqueza. Es más, la he hecho llorar… Sí, porque le he hablado de su padre, de cuánto él<br />

sufrió por el desorden triste de la familia y le he hablado también de otros temas. Váyase<br />

tranquilo, caballero. Encontrará a la señora en casa.<br />

—Excelencia, no sé cómo agradecerle… —intentó decir, conmovido, Lori.<br />

Pero Verona lo interrumpió enseguida:<br />

—No me dé las gracias, y sobre todo, no me llame Excelencia.<br />

Y, al despedirse, le aseguró que la señora Silvia, mujer de carácter, mantendría sin<br />

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