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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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LOS AFORTUNADOS<br />

(Túnicas de Montelusa)<br />

Una procesión conmovedora en casa del joven sacerdote Arturo Filomarino.<br />

Visitas para dar el pésame.<br />

Todo el vecindario espiaba, desde las ventanas y las puertas, el portón desteñido y<br />

decaído, fajado de luto, que así, medio cerrado y medio abierto, parecía la cara arrugada<br />

de un viejo que guiñaba un ojo para saludar pícaro a todos los que entraban, después de la<br />

última salida —pies adelante y cabeza atrás—del dueño de la casa.<br />

<strong>La</strong> curiosidad con la cual el vecindario espiaba hacía, en verdad, nacer la sospecha de<br />

que aquellas visitas tenían un significado, o más bien un intento de significado, muy<br />

diferente del que querían mostrar.<br />

Cada visitante que entraba por el portón pronunciaba exclamaciones de sorpresa:<br />

—Uh, ¿este también?<br />

—¿Quién, quién?<br />

—¡El ingeniero Franci!<br />

—¿Él también?<br />

Ahí estaba y entraba. Pero, ¿cómo? ¿Un masón? ¿Un treinta y tres? 8 Sí, señores, él<br />

también. Y antes y después de él, aquel jorobado del doctor Niscemi, el ateo, señores<br />

míos; y el republicano y librepensador abogado Rocco Turrisi, y el notario Scimé y el<br />

caballero Preato y el caballero Tino <strong>La</strong>spada, consejero de prefectura, y también los<br />

hermanos Morlesi que, pobrecitos, se dormían los cuatro apenas se sentaban, como si<br />

tuvieran las almas envenenadas de sueño; y el barón Cerrella, el barón Cerrella también:<br />

los mejores, en fin, los peces gordos de Montelusa: profesionales, empleados,<br />

comerciantes…<br />

Don Arturo Filomarino había llegado la noche anterior de Roma, donde se había ido a<br />

estudiar para doctorarse en Filosofía y Letras, después de haberle caído en desgracia a<br />

monseñor Partanna por la plantita de fresas prometida a las monjitas de Santa Ana. Un<br />

telegrama urgente lo había llamado de vuelta a Montelusa: su padre había sufrido un<br />

malestar imprevisto. Había llegado demasiado tarde. ¡No había tenido ni el triste consuelo<br />

de verlo por última vez!<br />

Después de haberle informado rápidamente sobre la desgracia fulminante y haberle<br />

echado en cara, con muecas de desdén, de asco, de abominación, que los curas colegas<br />

suyos de Montelusa habían pretendido del moribundo veinte mil liras (¡veinte, veinte mil<br />

liras!) para administrarle los sacramentos (como si la buena alma no hubiera ya donado<br />

bastante a obras pías y a congregaciones de caridad o pavimentado con mármol dos<br />

iglesias, edificado altares, regalado estatuas y cuadros de santos, ofrecido dinero<br />

copiosamente para todas las fiestas religiosas), las cuatro hermanas casadas y los cuñados<br />

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