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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Besos, saludos y otras recomendaciones, y finalmente, para que no se hiciera<br />

demasiado tarde y porque el desayuno ya había sido enviado a Roccia Balda, se pusieron<br />

en camino, muy dolidas por tener que dejarla sola, llevándose al bueno y amable de San<br />

Romé, que había tenido la brillante idea de una excursión tan agradable.<br />

No pararon allí. Atravesando, entre los prados circundados por altísimos chopos, los<br />

primeros grupos de casas, urbanizaciones de Gori, sonoras por las aguas corrientes a<br />

través de los barrancos, y viendo a San Romé pálido y silencioso, quisieron exhortarlo por<br />

turnos a que no se preocupara tanto, porque, vamos… a fin de cuentas se trataba de una<br />

indisposición leve que pasaría pronto. Y entonces el pobre hombre tuvo que sonreír y<br />

asegurarles a aquellas buenas señoras, a aquellas queridas señoritas, que no estaba<br />

preocupado por la enfermedad de su cuñada y que al contrario estaba muy contento por<br />

disfrutar de una compañía tan espléndida durante todo el día.<br />

Oh, el cielo era fantástico y no había peligro de que cayera uno de aquellos aguaceros<br />

imprevistos tan frecuentes en la montaña, interrumpiendo la excursión; ni existía<br />

probabilidad alguna de volver antes de que anocheciera con aquel lindo señor Bartolo<br />

Raspi de Sarli, que pesaba un quintal y medio y había querido subir a pie, jactándose de<br />

ser un gran caminante y que ya empezaba a soplar como una serpiente y a hacerle el eco a<br />

la generala, que se había traído el taburete y declaraba, de vez en cuando, que necesitaba<br />

descansar para no cargar demasiado el corazón. <strong>La</strong> generala no se cansaba, no; pero,<br />

claro, cuanto más avanzaban, más despacio había que hacerlo. Su marido, el señor<br />

general, lo sabía bien, y se había quedado en Sarli y no caminaba ni siquiera despacio, en<br />

reposo absoluto desde hacía siete años.<br />

—¡Nandino! ¡Nandino! No te precipites como siempre, hijo mío. ¡Te acaloras<br />

demasiado! San Romé, por favor, San Romé, venga aquí: Así estas chicas benditas irán<br />

un poco más lentamente.<br />

Y para que se quedara con ella, la generala quiso contarle su historia, como se la<br />

había contado a todos los veraneantes de Sarli: quiso ofrecerle en aquel momento el<br />

consuelo de saber que su padre tenía una posición importante, porque ganaba bastante, y<br />

que ella también era marquesa, ¡seguro!, pero que no le importaba en absoluto porque su<br />

padre, con dieciocho años, cuando ella era aún «un pedazo de mujer que había que<br />

encerrarla en el armario», primero la había casado con un marqués que la había hecho<br />

pasar por todo tipo de trances e incluso le había tocado servirlo durante ocho años por una<br />

enfermedad de la espina dorsal. Al quedarse viuda y aún bella (no lo decía por vanidad)<br />

había conocido al general porque ella «organizaba reuniones», él era un soldado muy<br />

guapo, se habían enamorado y, ya se sabe, todo había acabado como tenía que acabar. Al<br />

nacer Nandino, había querido hacer bien las cosas, entregando al niño a una nodriza, y se<br />

había casado.<br />

—¡Querido mío, siempre hay que saber hacer bien las cosas!<br />

—Eh, ya —sonreía San Romé, que se sentía morir de ganas de morderla y hubiera<br />

querido contestarle que sabía lo que decían las malas lenguas: que ella había sido antes la<br />

camarera del marqués y luego la del general.<br />

Pero no aparentaba su edad, ¡pobre generala!, al menos hasta cierta hora del día. No<br />

obstante la gordura, por la mañana era siempre poética; luego, es cierto, empezaba a<br />

hablar de cocina porque siempre le había gustado, decía, ocuparse de la casa; y de buena<br />

gana le enseñaba a las amigas algún plato rico. Le preparaba la comida al general, sí,<br />

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