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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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escenas y enseguida se disgregaban, para recomponerse en otras escenas con rapidez<br />

vertiginosa. Aquella pareja había venido de un pueblo de Calabria, acompañada por una<br />

carta de presentación dirigida a Tommaso, quien la había recibido con la expansión alegre<br />

de su naturaleza siempre jocosa, con aire confidencial, con la sonrisa sincera de su rostro<br />

viril, en el cual los ojos relampagueaban, expresando plena vitalidad, energía activa y<br />

constante, que hacían que fuese querido por todos.<br />

Por esta índole muy vivaz, de esta naturaleza exuberante, que necesitaba expandirse<br />

constantemente casi con violencia, ella había sido investida desde los primeros días del<br />

matrimonio: se había sentido arrastrar por la prisa que él tenía de vivir, es más, por la<br />

furia más que por la prisa. Vivir sin pausa, sin tantos escrúpulos, sin reflexionar<br />

demasiado; vivir y dejar vivir, pasando por encima de cada impedimento, de cada<br />

obstáculo. Varias veces ella se había detenido en esta carrera de su esposo, juzgando para<br />

sus adentros alguna acción que no consideraba del todo correcta. Pero Tommaso no le<br />

daba tiempo para el juicio, así como no le daba importancia a sus actos. Y ella sabía que<br />

era inútil llamar su atención para que considerara el mal hecho: se encogía de hombros,<br />

sonreía y ¡adelante! Necesitaba seguir adelante de todas las maneras posibles, por<br />

cualquier camino, sin pararse a reflexionar entre el bien y el mal y se mostraba siempre<br />

presto a la acción y genuino, purificado por una acti<strong>vida</strong>d incesante y siempre alegre.<br />

Concedía favores a todo el mundo, siempre disponible: con treinta y ocho años era un<br />

niño, perfectamente capaz de ponerse a jugar con sus dos hijos, y todavía, después de diez<br />

años de matrimonio, tan enamorado de ella, que tantas veces, también recientemente, se<br />

había sonrojado por algún acto impudente de él delante de los niños o de la sirvienta.<br />

¡Y ahora, así de repente, este paro fulminante, esta sacudida brutal! Pero, ¿por qué?<br />

¿Por qué? <strong>La</strong> cruda prueba del hecho no conseguía aún disociar en ella los sentimientos,<br />

más que de sólido aprecio, de amor fortísimo y devoto hacia su marido, por quien se<br />

sentía correspondida en su corazón.<br />

Tal vez algún engaño leve, bajo aquella vitalidad tumultuosa; pero la mentira, no, la<br />

mentira no podía anidar en la constante alegría de él. Que él tuviera una aventura con<br />

Angelica Nori no significaba, no, que la hubiera traicionado, a ella, a su mujer; y esto su<br />

madre no podía entenderlo, porque no sabía, no sabía tantas cosas… Él no había podido<br />

mentir con aquellos labios, con aquellos ojos, con aquella sonrisa que alegraba la casa<br />

todos los días. ¿Angelica Nori? Oh, sabía bien que para su marido no era ni un capricho:<br />

¡no era nada, nada! Solamente la prueba de una debilidad, en la cual ningún hombre tal<br />

vez sabe o puede cuidarse de caer… ¿En qué abismo había caído él ahora? ¿Y su casa y<br />

ella con los hijos caían con él?<br />

—¡Mis hijos! ¡Mis hijos! —prorrumpió finalmente, sollozando, con las manos sobre<br />

el rostro para no ver el abismo horrible que se abría ante ella—. Llévatelos contigo —<br />

añadió, dirigiéndose a su madre—. Llévatelos y haz que no me vean… Yo no voy, mamá:<br />

yo me quedo. Te lo ruego…<br />

Se levantó e, intentando contener las lágrimas lo mejor que podía, junto a su madre<br />

fue a buscar a los niños que jugaban en la habitación donde la sirvienta los había<br />

encerrado. Los vistió, ahogando los sollozos que le estallaban en el pecho ante cada<br />

alegre pregunta infantil.<br />

—Con la abuela, sí… vais de paseo con la abuela… Y el caballito, sí, también el<br />

sable, te los comprará la abuela…<br />

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