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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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desesperada.<br />

Con el rostro escondido, hundido en la almohada que se mojaba de lágrimas,<br />

susurraba en el ahogo de la pasión el nombre de ella:<br />

—Cesira… Cesira…<br />

Y el corazón se le rompía.<br />

—Siempre así… Siempre así… —murmuraba luego, más calmado, con los ojos<br />

abiertos en la oscuridad.<br />

¡Ah, cómo se había equivocado la mujer sobre él! Ese pensamiento le dolía más que<br />

ningún otro y continuamente volvía a él y le limaba el alma.<br />

Que el mundo fuera triste —tristes los hombres, tristes las mujeres— tal como la<br />

esposa siempre había creído, podía admitirlo; lo admitía. ¿Pero él? ¿Él también tenía que<br />

estar triste?<br />

Claro, quién sabe cuántos hombres, al quedarse viudos a su edad, después de tres o<br />

cuatro meses, cediendo a la necesidad de la naturaleza… aunque no quisieran, aunque<br />

guardaran en el corazón, viva, la imagen de la mujer muerta y la pena de haberla perdido,<br />

empezaban a salir por la noche y… sí, a salir por lo menos.<br />

Tenía razón su mujer: «¡<strong>La</strong>s mujeres son muy fáciles! Hay tantas en la calle…».<br />

Pero a los cuarenta años… eh, a los cuarenta años, sin estar acostumbrado, no tenía<br />

que ser agradable ponerse a hacer <strong>vida</strong> de joven soltero.<br />

¡Quién sabe qué envilecimiento viviría por la vergüenza!<br />

Pero, por otra parte… meterse con otras mujeres… Antes que nada, era una pérdida<br />

de tiempo, luego, quién sabe cuántos problemas y también… también una cierta<br />

dificultad…<br />

Por ejemplo, aquella guantera donde iba antes a comprar los guantes para su Cesira, 6<br />

y 1/4 (había ido también después de la desgracia para comprar un par para sí, negros, para<br />

el funeral), aquella guantera… era una señora, ¡una verdadera señora! ¡Cómo se movía en<br />

su tienda brillante, limpia y perfumada! El cuerpo ligeramente inclinado hacia delante…<br />

Y no se oía el ruido de sus pasos; se oía el crujido discreto de la falda de seda… Ningún<br />

recato, así como ningún descaro. Voz dulce, modulada; maravillosa prontitud en<br />

comprender… No solamente para atraer a la gente. Así era. O al menos así parecía,<br />

naturalmente. ¡Qué limpieza y qué precisión! Pues bien, salir con ella… ¡Dios me libre!<br />

¿Y las consecuencias? Los niños… ¡Ah!<br />

Frente a este pensamiento, retrocedía de repente, casi horrorizado por haberse<br />

entretenido fantaseando sobre tal argumento. ¡Vamos! Sabía demasiado bien que estas<br />

cosas no podían y no tenían que existir más para él. Se esforzaba en dormir. Pero, con los<br />

ojos cerrados, poco después, llegaba alguna otra visión tentadora… Fingía no advertirla,<br />

como si se le hubiera aparecido sin que la hubiera previamente provocado. Le dejaba<br />

hacer… Poco a poco se dormía.<br />

Pero, a la noche siguiente, el suplicio volvía a empezar. Y la vieja sirvienta volvía a<br />

insistir, a insistir que, ¡vamos!, saliera de casa durante media horita solamente, al menos,<br />

a tomar un poco el aire…<br />

A fuerza de insistir, finalmente Teodoro Piovanelli se dejó convencer. ¡Cuánto<br />

tiempo tardó en vestirse! Y antes quiso ir a ver a los niños que dormían, y arregló muy<br />

bien las mantas sobre sus camas, y luego cuántas recomendaciones a la sirvienta, para que<br />

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