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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Pero, Dios mío, ¿de qué se vengaba ella? Si acaso lo hacía Lulù Sacchi, un hombre<br />

que valía mucho menos que su propio marido.<br />

¡Ya! ¿Pero él no estaba, tontamente, con una mujer que valía, sin duda, mucho menos<br />

que su esposa?<br />

Pues por eso Lulù Sacchi se preocupaba tan poco de la traición de doña Giannetta.<br />

¡Claro! Todas las ventajas de aquel intercambio eran para él. También la de haber<br />

adquirido, en virtud de la relación de él, de Giugiù, con doña Giannetta, el derecho a ser<br />

dejado en paz. El daño y las befas, como resultado. ¡Ah, no, por Dios, no, no!<br />

Salió, ebrio de rencor y furioso.<br />

Todo el día se debatió entre los propósitos más opuestos, porque cuanto más pensaba<br />

en ello, más inverosímil le parecía todo. En seis años de matrimonio había llegado a la<br />

conclusión de que su mujer era, si no insensible del todo, seguramente no muy propensa<br />

al amor. ¿Era posible que se hubiera engañado tanto?<br />

Pasó todo el día fuera; volvió a casa avanzada la noche para no encontrarse con Livia.<br />

Temía descubrirse demasiado, aunque se repetía que quería ver, antes de creer.<br />

Al día siguiente se despertó convencido de que tenía que ir a ver con sus propios ojos.<br />

Pero, apenas se puso en camino, empezó a sentir una irritación agria, desaliento y<br />

náuseas.<br />

Si la traición era real, ¿qué podía hacer? Nada. Solamente fingir que no sabía. ¿Y no<br />

corría el riesgo de cruzarse con uno o con la otra por aquella calle? Tal vez sería más<br />

prudente ir antes, por la mañana, solo para ver la casa, hacer las primeras indagaciones y<br />

deliberar, en el lugar, lo que le convendría hacer.<br />

Se vistió con prisa, se fue. Vio la casa del número 96, que realmente tenía el estudio<br />

de escultura en la planta baja, del cual doña Giannetta se había reído tanto. Ese hecho le<br />

revolvió la sangre, como si condujera necesariamente a la prueba de la traición. En el<br />

portón de un edificio, enfrente, un poco más abajo, se paró a mirar a las ventanas de<br />

aquella casa y a preguntarse cuáles eran las del apartamento alquilado por Lulù.<br />

Finalmente pensó que aquel portón, que nadie observaba, podía ser un buen lugar donde<br />

ver sin ser visto, cuando, en el momento oportuno, viniera a espiar.<br />

Conociendo las costumbres de su mujer, las horas en las cuales solía salir de casa,<br />

dedujo que el encuentro con el amante podía tener lugar o por la mañana, entre las diez y<br />

las once, o por la tarde, poco después de las cuatro. Pero más probablemente por la<br />

mañana. Pues bien, como estaba allí, ¿por qué no quedarse? Tal vez aquella misma<br />

mañana consiguiera salir de dudas. Miró el reloj; faltaba poco más de una hora para las<br />

diez. Era imposible quedarse parado en aquel portón durante tanto tiempo. <strong>La</strong> entrada a<br />

Villa Borghese desde Porta Pinciana estaba muy cerca: pasearía una horita por Villa<br />

Borghese.<br />

Era una bella mañana de noviembre, un poco fría.<br />

Al entrar en la villa, don Giulio vio en la pista cercana a dos oficiales de artillería con<br />

dos señoritas, que parecían inglesas, hermanas, rubias y veloces en los caballos grises con<br />

dos largos lazos rojos anudados alrededor del cuello masculino. Bajo los ojos de don<br />

Giulio, los cuatro empezaron la carrera a un tiempo, como si fuera una apuesta. Y don<br />

Giulio se distrajo: bajó el borde de la acera, se acercó a la pista para seguir la carrera y<br />

notó enseguida, con el ojo experto, que el caballo —un alazán— montado por la señorita<br />

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