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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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FUEGO A LA PAJA<br />

Sin nadie a quien mandar, hacía tiempo que Simone <strong>La</strong>mpo había adquirido la<br />

costumbre de mandarse a sí mismo. Y se mandaba a golpe de baqueta:<br />

—¡Simone, aquí! ¡Simone, allí!<br />

Se imponía a propósito, despreciando su estado, las tareas más ingratas. A veces<br />

fingía que se rebelaba para obligarse a obedecer, representando a un tiempo los dos<br />

papeles de la comedia. Decía, por ejemplo, rabioso:<br />

—¡No lo quiero hacer!<br />

—Simone, que te doy una paliza. ¡Te he dicho que recojas aquel abono! ¿No?<br />

¡Pum!… Se daba una bofetada solemnísima. Y recogía el abono.<br />

Aquel día, después de la visita a la finca, la única que le quedaba de todas las tierras<br />

que antaño poseía (apenas dos hectáreas de tierra abandonadas allí arriba, sin protección<br />

alguna de los villanos), se ordenó ensillar a la vieja burra, a la cual solía dirigir sus<br />

singulares monólogos mientras volvía al pueblo.<br />

<strong>La</strong> burra, enderezando ora esta, ora aquella oreja pelada, parecía escucharlo, paciente,<br />

no obstante un cierto fastidio que su dueño le infligía desde hacía un tiempo y que ella no<br />

sabría precisar: algo que, al andar, la golpeaba atrás, debajo de la cola.<br />

Se trataba de una canasta de mimbre sin mango, atada con dos lazos a la baticola de<br />

la silla y suspendida bajo el rabo del pobre animal, para recoger y guardar las balas de<br />

fimo —hermosas, calientes y humeantes— que ella, de otra manera, sembraría por la<br />

calle.<br />

Todos se reían, viendo a aquella vieja burra con la canasta detrás, lista para recoger<br />

sus necesidades; y Simone <strong>La</strong>mpo se divertía con ello.<br />

Era sabido, entre la gente del pueblo, que Simone había vivido con mucha<br />

generosidad y que no tenía consideración por el dinero. Pero ahora, en efecto, había ido a<br />

la escuela de las hormigas que (b-a-ba, b-a-ba) le habían enseñado ese recurso para no<br />

perder ni un poco de fimo, útil para engordar a la tierra. ¡Sí, señores!<br />

—¡Vamos, Nina, vamos, deja que te vista de gala! ¿Qué somos nosotros, Nina? Tú<br />

nada y yo nadie. Somos buenos solamente para hacer reír al pueblo. Pero no te preocupes<br />

por ello. En casa aún nos quedan un centenar de pajaritos. Pío-pío-pío… ¡No quieren ser<br />

comidos! Pero yo me los como y todo el pueblo ríe. ¡Viva la alegría!<br />

Se refería a otra gran idea suya, que podía realmente competir con la de la canasta<br />

colgada bajo la cola de la burra.<br />

Meses atrás había fingido que creía poder enriquecerse de nuevo criando pájaros. Y<br />

había convertido las cinco habitaciones de su casa del pueblo en una jaula enorme (la<br />

llamaban «la jaula del loco»), reduciendo la vivienda a dos habitaciones pequeñas de la<br />

planta superior, con los escasos adornos escapados del naufragio de sus posesiones y con<br />

las puertas, las compuertas y los cristales de las ventanas y de los ventanales, cerrados<br />

con rejas, para darles un poco de aire a los pájaros.<br />

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