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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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altísima.<br />

Sin ninguna preocupación extraña a la ciencia, de la cual era un auténtico apasionado,<br />

el doctor Vocalòpulo duplicó el fervor, como si se hubiera empeñado en salvar a toda<br />

costa a aquel moribundo.<br />

En los enfermos bajo su cuidado no veía a hombres, sino casos de estudio: un caso<br />

interesante, un caso extraño, un caso mediocre o común, como si las enfermedades<br />

humanas tuvieran que servir para los experimentos de la ciencia, y no al contrario. Un<br />

caso grave y complicado le interesaba siempre de aquella manera. Y cuando se daba no<br />

sabía despegar su pensamiento del enfermo: ponía en práctica las experiencias más<br />

recientes de las mejores clínicas del mundo (de las cuales consultaba escrupulosamente el<br />

boletín, las reseñas y las exposiciones de sus ensayos pioneros), de los expedientes de los<br />

más grandes lumbreras de la ciencia médica, y a menudo adoptaba los tratamientos más<br />

arriesgados con coraje firme y con confianza inquebrantable. Así se había construido una<br />

gran reputación. Cada año hacía un viaje y volvía entusiasmado con los experimentos a<br />

los que había asistido, satisfecho por algún nuevo conocimiento aprendido, dotado de<br />

nuevos y más perfeccionados instrumentos quirúrgicos, que disponía, después de haberlos<br />

estudiado minuciosamente y de haberlos limpiado con el máximo cuidado, en el expositor<br />

de cristal en forma de urna, colocado en medio de su estudio, y una vez cerrado, los<br />

contemplaba aún, frotándose las manos sólidas, siempre frías, o estirándose con dos<br />

dedos la nariz armada con aquel par de gafas muy gruesas, que acrecentaba la rigidez<br />

austera de su rostro pálido, largo, equino.<br />

Condujo a algunos colegas suyos a la cama de Corsi para estudiar, para discutir;<br />

explicó todos sus intentos, cada uno más nuevo y más ingenioso que el anterior, hasta<br />

ahora en vano. El herido, con aquella fiebre altísima, se quedaba en un estado casi<br />

letárgico, pero interrumpido por ciertas crisis de agitación delirante, durante las cuales,<br />

más de una vez, eludiendo la vigilancia, había intentado deshacerse de la venda.<br />

Vocalòpulo no se había preocupado mucho por este «fenómeno»; le había bastado<br />

recomendar mayor atención al doctor Sià. Por medio de la radiografía había podido<br />

extraer la bala de debajo de la axila. Y había aplicado de manera arriesgada las compresas<br />

frías para bajar la temperatura. ¡Y al fin lo había conseguido! <strong>La</strong> fiebre había bajado, la<br />

inflamación pulmonar había sido vencida y el peligro, casi superado. Ninguna<br />

compensación material hubiera podido igualar la satisfacción moral del doctor<br />

Vocalòpulo. Estaba radiante y el doctor Sià con él, por contagio.<br />

—¡Colega, colega, dame la mano! ¡Esto se llama ganar!<br />

Sià le contestaba con una sola palabra:<br />

—¡Milagroso!<br />

Ahora la primavera inminente apresuraría sin duda la convalecencia.<br />

El enfermo ya empezaba a reanimarse un poco, a salir del estado de inconsciencia en<br />

el cual se había mantenido durante tantos días. Pero aún no sabía, ni sospechaba, a qué<br />

estado se había reducido.<br />

Una mañana intentó levantar las manos de la cama para mirárselas y, al ver los dedos<br />

exangües que temblaban, sonrió. Aún se sentía como en el vacío, pero en un vacío<br />

tranquilo, suave, de ensueño. Solamente alguna minucia, allí en la habitación, se dejaba<br />

reconocer por él, de vez en cuando: un friso pintado en el techo, la pelusa verde de la<br />

manta de lana en la cama, que le traía a la memoria las briznas de hierba de un prado o de<br />

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