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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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VOLAR<br />

<strong>La</strong> muerte, dos años atrás, le había hecho amablemente una rápida visita.<br />

—¡No, cómoda! ¡Quédese bien cómoda!<br />

Solamente para avisarla de que volvería en breve. Que se quedara allí de momento,<br />

buena, sentada en aquel sillón.<br />

Pero, ¿cómo, Dios mío? ¿Así, sin siquiera fuerzas para levantar un brazo?<br />

Caldos, pollos, ¿qué más? Leche de pájaro, lenguas de papagayo…<br />

¡Queridos señores médicos!<br />

Antes de que la enfermedad la agotara tanto, al menos podía ayudar un poco a sus dos<br />

pobres hijas, cocinando diariamente para esta o aquella señora que le daba algo de comer<br />

y un poco de dinero a cambio; más por caridad que por otra razón, se daba cuenta de ello.<br />

Casi no veía; sus dedos habían perdido agilidad y las piernas la fuerza para apretar el<br />

pedal de la máquina de coser. ¡Eh, antes galopaba sobre un pedal! Ahora, en cambio…<br />

Lo que traía a casa era casi nada; pero sin embargo podía decir que no dependía<br />

completamente de sus hijas. Ellas trabajaban, pobrecitas, de la mañana a la noche, la<br />

mayor en una tienda, la menor en casa: preparaba estuches, cajas, bolsitas para bodas y<br />

nacimientos; era un trabajo fino, delicado pero que ya no daba casi dinero. Adelaide, la<br />

mayor, en la tienda donde se ocupaba de las ventas y de la caja, solamente ganaba tres<br />

liras al día. Nenè, la menor, ganaba un poquito más con el trabajo a destajo, pero no lo<br />

encontraba todos los días.<br />

<strong>La</strong>s tres juntas, en suma, apenas conseguían reunir el dinero para pagar el alquiler y<br />

comer, aunque no siempre.<br />

¡Pero ahora, al principio de aquel invierno, Adelaide también había enfermado! En<br />

verdad, hacía tiempo que advertía aquel dolor en los riñones, pero no había dicho nada<br />

hasta que no había aguantado más. Luego las piernas se le habían hinchado y había tenido<br />

que ir al médico:<br />

—Doctor, ¿de qué se trata?<br />

Nada. Poquita cosa. Nefritis. Tenía que quedarse en la cama tres o cuatro meses, sin<br />

coger frío, con una faja de lana alrededor de la cintura: lecho, lana y leche. Tres eles. <strong>La</strong><br />

nefritis se cura así.<br />

Por lo tanto, había faltado el sueldo fijo en que más confiaban. ¡Y alegremente! <strong>La</strong><br />

dueña de la tienda había propuesto guardar el empleo para Adelaide y que, mientras tanto,<br />

durante toda la enfermedad, no le faltaría trabajo a Nenè. ¿Pero qué podía hacer esta<br />

pobre hija con un solo par de manos, ahora que habían aumentado los gastos por los<br />

cuidados de dos enfermas?<br />

Ya habían empeñado todo lo que podían. ¡Que al menos muriera ella, vieja e inútil!<br />

Adelaide, en su cama, aunque con aquel dolor en los riñones, ayudaba a su hermanita,<br />

pegaba las cartulinas, las recortaba. ¿Pero ella? Nada. Ni siquiera podía preparar el<br />

pegamento en la cocina. Tenía que quedarse allí, por castigo, afligiendo a aquellas dos<br />

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