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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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eclamación contra el señor feudal al consejero delegado, quien —en vano—se había<br />

esforzado en demostrarles que ni el alcalde ni él ni el señor prefecto ni su excelencia el<br />

ministro ni su majestad el rey tenían el poder de satisfacer sus demandas. Al fin, el<br />

consejero, desesperado, había tenido que prometerles que el señor prefecto los recibiría,<br />

aquella mañana, a las once, en presencia del señor feudal, el barón de Màrgari.<br />

Hacía un buen rato que las once habían pasado, ya eran casi las doce, y el barón aún<br />

no había aparecido.<br />

Mientras tanto, la puerta de la sala donde el prefecto daba audiencia permanecía<br />

cerrada también para los que esperaban.<br />

—Está reunido —contestaban los ujieres.<br />

Finalmente la puerta se abrió y salió de la sala, después de un intercambio de gestos<br />

ceremoniosos, precisamente él, el barón de Màrgari —el rostro ardiendo y un pañuelo en<br />

la mano; achaparrado, barrigón, con los zapatos rechinantes— junto con el consejero<br />

delegado.<br />

Los seis que estaban sentados se levantaron de pronto; las dos mujeres gritaron<br />

agudamente y el cura avanzó, violento, gritando con énfasis, sorprendido:<br />

—Pero esto… ¡esto es traición!<br />

—¡El padre Sarso! —llamó fuerte un ujier desde la puerta semiabierta de la sala.<br />

El consejero delegado se dirigió al cura:<br />

—Ahí está, lo llaman para la respuesta. Entre, usted solamente. ¡Calma, señores míos,<br />

calma!<br />

El cura, excitado, hundido, se quedó dudando si responder o no a la llamada, mientras<br />

sus hombres, no menos excitados y hundidos que él, llorando por la rabia frente a una<br />

injusticia que les parecía patente, preguntaban:<br />

—¿Y nosotros? ¿Y nosotros? ¿Qué respuesta merecemos?<br />

Luego, todos juntos, en gran confusión, empezaron a gritar:<br />

—¡Queremos el camposanto!… ¡Somos cristianos!… ¡Señor prefecto, nuestros<br />

muertos son transportados por las mulas!… ¡Como bestias sacrificadas!… ¡El reposo de<br />

los muertos, señor prefecto!… ¡Queremos nuestras fosas!… ¡Unos palmos de tierra donde<br />

guardar nuestros huesos!…<br />

Y las mujeres, en un diluvio de lágrimas:<br />

—¡Para nuestro padre que se muere! ¡Para nuestro padre que quiere saber, antes de<br />

cerrar los ojos para siempre, que dormirá en la fosa que ha hecho que le excaven! ¡Bajo la<br />

hierba de nuestra propia tierra!<br />

Y el cura, más fuerte que todos los demás, con los brazos levantados, delante de la<br />

puerta del prefecto:<br />

—Es la imploración suprema de los fieles: ¡Requiem aeternam dona eis, Domine!<br />

Ante aquel pandemónium, llegaron de todas partes ujieres, guardias, empleados, que,<br />

a un orden del prefecto desde la puerta, desocuparon violentamente la antesala, echando a<br />

todos hacia la escalera, incluso a aquellos que no tenían nada que ver.<br />

Al precipitarse, desde el palacio de la prefectura, todos aquellos hombres que<br />

gritaban, se reunió enseguida una gran multitud en la calle principal; y entonces el padre<br />

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