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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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hablado, no de su curación (no se atrevía, pero ¡nunca se sabe!) sino de una breve tregua<br />

del mal, que le permitía dejar un poco la cama.<br />

Al oírla hablar así, don Nuccio se había sentido morir. Virgen María, ¿era el último<br />

día? Porque también sus otras hijas, habían hablado así: «Me encuentro mejor, mejor», y<br />

habían muerto poco después. ¿Entonces era esta la liberación que la Virgen le concedía?<br />

Ah, pero no era lo que había invocado tantas veces, porque invocaba su propia muerte<br />

para que su hija al encontrarse sola se dejara llevar al hospital. ¿Tenía que quedarse solo?<br />

¿Asistir también a la muerte de la última inocente? ¿Era voluntad de Dios?<br />

Don Nuccio apretó los puños. Si su hija moría, él no necesitaba nada más, nadie, y<br />

menos a aquel que supliendo las necesidades del cuerpo, le condenaba el alma.<br />

Se puso de pie, se apretó fuerte el rostro con las manos.<br />

—¿Papá, qué te pasa? —le preguntó su hija, sorprendida.<br />

—Viene, viene —contestó, casi hablando para sus adentros; y abría y cerraba las<br />

manos, sin preocuparse de esconder su agitación.<br />

—¿Y si viene? —contestó Agata, sonriendo.<br />

—¡Lo echo! —dijo entonces don Nuccio y salió de la habitación, decidido.<br />

Esto quería Dios y por eso lo dejaba con <strong>vida</strong> y le quitaba la hija: quería un acto de<br />

rebelión a la tiranía de aquel demonio, quería darle tiempo de hacer penitencia por su gran<br />

pecado. Y avanzó hacia don Bartolo para detenerlo antes de que entrara.<br />

Don Bartolo subía despacio los últimos escalones. Levantó la cabeza, vio a don<br />

Nuccio en lo alto de la escalera y lo saludó como siempre:<br />

—Bendiciones para todos.<br />

—Despacio, quédese ahí —empezó a decir don Nuccio D’Alagna, excitado, casi sin<br />

aliento, poniéndose ante él, con los brazos extendidos—. Hoy aquí tiene que entrar solo el<br />

Señor, para mi hija.<br />

—¿Ha llegado el momento? —preguntó don Bartolo, afligido y amable, interpretando<br />

que la preocupación del viejo era provocada por la desgracia inminente—. Déjeme verla.<br />

—¡Le digo que no! —contestó don Nuccio convulso, reteniéndolo por un brazo—.<br />

¡En nombre de Dios, le digo: no entre!<br />

Don Bartolo lo miró, sin entender.<br />

—¿Por qué?<br />

—¡Porque así me lo ordena Dios! ¡Váyase! ¡Mi alma tal vez esté condenada, pero<br />

respete la de una inocente que está a punto de comparecer ante la justicia divina!<br />

—¿Ah, me echas? —dijo don Bartolo Scimpri, pasmado, apuntando a su propio<br />

pecho con el dedo índice de una mano—. ¿Me echas, a mí? —continuó, transfigurándose<br />

por la rabia, alzando el busto—. ¿Entonces tú también, pobre gusano, me crees un<br />

demonio, como toda esta manada de bestias? ¡Contesta!<br />

Don Nuccio se había pegado a la pared cerca de la puerta: no se sostenía en pie y<br />

parecía empequeñecerse a cada palabra de don Bartolo.<br />

—¡Cobarde ingrato! —exclamó este—. ¿Tú también estás en contra de mí, siguiendo<br />

a toda la gente que te ha echado a patadas como a un perro sarnoso? ¿Muerdes la mano<br />

que te ha dado el pan? ¿Yo te he condenado el alma? ¡Gusano de tierra! ¡Te aplastaría<br />

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