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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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anterior, siempre con la empuñadura del bastón debajo de aquella barbilla hundida en la<br />

papada brillante de sudor.<br />

Sabía desde hacía muchos años que su esposa —una mujer atractiva con la nariz<br />

recta, dos hoyuelos impertinentes en las mejillas y vivos ojos de hurón— lo engañaba.<br />

Finalmente, un día maldito había sido obligado a darse cuenta de ello y se había separado<br />

legalmente. Se había arrepentido enseguida, pero la mujer no había querido saber nada<br />

más de él, contenta con las doscientas liras al mes que le pasaba por medio del hijo, que<br />

iba a verla cada dos días.<br />

El pobre hombre era devorado por el deseo de poseerla. ¡Aún la amaba como un loco,<br />

y no podía continuar sin ella! ¡No encontraba paz!<br />

A menudo su hijo, que dormía al lado suyo, al oír que lloraba o gemía con el rostro<br />

hundido en la almohada, se apoyaba en un codo e intentaba consolarlo amorosamente:<br />

—Papá, papá…<br />

Pero Torellino también se molestaba al ver que se ponía tan nervioso. Cuando iba a<br />

visitar a su madre, su padre le sugería lo que deseaba que le dijera para enternecerla: el<br />

estado en que se encontraba, así, sin cuidados, a su edad; su desesperación; su llanto; y el<br />

hecho de que no podía dormir y de que ya no sabía cómo aguantar, cómo seguir actuando.<br />

Y Torellino resoplaba.<br />

¡Era una tortura! Y también una vergüenza que lo desconcertaba y lo hacía tener<br />

sudores fríos. Y más porque aquellos recados eran inútiles; ya varias veces su madre,<br />

inamovible, le había obligado a contestar que no quería saber nada más del tema.<br />

¡Y qué tormento cada vez que volvía de aquellas visitas! Su padre lo esperaba al pie<br />

de la escalera, jadeante, el rostro ardiendo y los ojos agudos y deseosos, brillantes de<br />

lágrimas. Enseguida, en cuanto lo veía, lo asaltaba con preguntas:<br />

—¿Qué tal ha ido? ¿Qué te ha dicho? ¿Cómo la has encontrado?<br />

Y a cada respuesta arrugaba la nariz, entornaba los ojos, abría los labios, como si<br />

estuviera recibiendo puñaladas.<br />

—¿Ah, sí, está tranquila? ¿No dice nada? ¿Ah, dice que está bien así? ¿Y tú, y tú qué<br />

le has dicho?<br />

—Nada, papá, yo…<br />

—Ah, nada, ¿verdad? —y se mordía los puños por la rabia, luego prorrumpía—: ¡Eh,<br />

sí! ¡Eh, sí! ¡Continuad así! Es cómodo… ¡Tú también sigue así, querido! ¡Continuad,<br />

continuad sin ninguna consideración hacia mí! ¿Pero no entiendes, por Dios, que no<br />

puedo vivir más así? ¿No entiendes que necesito ayuda? ¿No entiendes que así me<br />

muero? ¿No lo entiendes?<br />

—¿Y yo qué puedo hacer, papá? —decía finalmente Torellino, exasperado.<br />

—¡Nada! ¡Nada! ¡Sigue así! —insistía él, tragándose las lágrimas—. ¿Pero no te<br />

parece una maldad dejarme morir así? ¡Porque, lo sabes, yo me muero! ¡Os dejo a los dos<br />

en la calle y acabo con todo esto!<br />

Se arrepentía enseguida de aquellas escenas y compensaba al hijo con caricias, con<br />

regalos; lo consentía; le prodigaba los cuidados de una madre; y no se ocupaba de sí<br />

mismo, de su ropa, de sus zapatos, de sus calzones, para que el hijo estuviera bien vestido<br />

y se presentara ante su madre cada dos días como un modelo.<br />

Se enternecía por su propia bondad, que no era retribuida ni compadecida por nadie.<br />

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