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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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llegada la noche… ¿Qué había pasado? En el trastorno de la conciencia, Bobbio había<br />

sentido de repente un temblor, un estremecimiento de ternura angustiosa por sí mismo,<br />

que sufría, oh Dios, sufría tanto que no aguantaba más. <strong>La</strong> carroza pasaba en aquel<br />

momento por delante de una sencilla capilla de la Santísima Virgen de las Gracias, de<br />

cuya reja pendía una lamparita encendida, y Bobbio, en aquel bramido de ternura<br />

angustiosa, con la conciencia trastornada, sin saber lo que hacía, había fijado la mirada<br />

lacrimosa en aquella lámpara, y…<br />

«Ave María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las<br />

mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por<br />

nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».<br />

Y de repente un silencio, un gran silencio se le hizo dentro, y también fuera, un gran<br />

silencio misterioso, como de todo el mundo: un silencio lleno de frescura,<br />

misteriosamente leve y dulce.<br />

Se había quitado la mano de la mejilla y se había quedado atónito, sorprendido,<br />

escuchando. Un largo suspiro de alivio le había devuelto el alma. ¡Oh, Dios! ¿Pero,<br />

cómo? El dolor de dientes se le había pasado, se le había realmente pasado, como por<br />

milagro. Había recitado el avemaría y… ¿Cómo, él? Sí, se le había pasado, había poco<br />

más que decir. ¿Por el avemaría? ¿Cómo creerlo? Le había dado por recitarlo así, de<br />

repente, como una niñita…<br />

<strong>La</strong> carroza, mientras tanto, continuaba subiendo hacia Richieri, y Bobbio, aturdido,<br />

anonadado, no había pensado en decirle al cochero que volviera atrás, a la villa.<br />

Una punzante vergüenza de reconocer, antes que nada, que él, como una niñita, había<br />

podido rezar un avemaría, y que luego, verdaderamente, después del avemaría se le había<br />

pasado el dolor de dientes, lo irritaba y lo desconcertaba; y además el remordimiento por<br />

reconocer también, al mismo tiempo, que se mostraba ingrato al no creer, al no poder<br />

creer que se había librado del dolor por aquella oración, ahora que había obtenido la<br />

gracia; y finalmente un secreto temor de que, por esta ingratitud, el mal pudiera asaltarlo<br />

de nuevo.<br />

¡Qué! El dolor no lo había asaltado de nuevo. Y volviendo a la villa, ligero como una<br />

pluma, alegre, exultante, a todos los invitados que habían corrido hacia él, Bobbio les<br />

había anunciado:<br />

—¡Nada! Se me ha ido de repente, solo, por la calle, poco después de la capilla de la<br />

Virgen de las Gracias. ¡Solo!<br />

Ahora bien, Bobbio pensaba en este singular caso del pasado, con una risita escéptica<br />

a flor de labios, después de comer, tumbado en el canapé del estudio, con el primer<br />

volumen de los Essais de Montaigne abierto ante los ojos.<br />

Leía el capítulo XXVI, donde se demuestra que c’est folie de rapporter le vray et le<br />

faux à notre suffisance. 21<br />

No obstante aquella risa escéptica, estaba bastante inquieto y, leyendo, se pasaba de<br />

vez en cuando un mano por la mejilla derecha.<br />

Montaigne decía:<br />

«Quand nous lisons dans Bouchet les miracles des reliques de sainct Hilaire, passe;<br />

son credit n’est pas assez grand pour nous oster la licenc d’y contredire; mais de<br />

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