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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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—¡Seriedad, señores! ¡Seriedad! ¡Seriedad! —se puso a gritar el presidente,<br />

sacudiendo con fuerza la campanilla—. ¿Dónde creen que estamos? ¡Esta es una sala de<br />

audiencias! ¡Y se trata de juzgar a un hombre que ha matado! ¡Si alguien se atreve a<br />

reírse de nuevo, haré desalojar la sala! ¡Y me duele tener que llamar incluso a los señores<br />

jurados a considerar la gravedad de su tarea!<br />

Luego, dirigiéndose al imputado con el ceño fruncido, dijo:<br />

—¿Qué quisiera decir, usted, al afirmar que no pudo evitarlo?<br />

Tararà, sorprendido por el violento silencio, contestó:<br />

—Quiero decir, Excelencia, que no fue culpa mía.<br />

—¿Cómo que no fue culpa suya?<br />

El joven abogado de oficio creyó que su deber, en este momento, era rebelarse contra<br />

el tono agresivo asumido por el presidente con el imputado.<br />

—¡Perdone, señor presidente, pero de esta manera acabaremos por atontar a este<br />

pobre hombre! Me parece que tiene razón al decir que no ha sido culpa suya, sino de su<br />

mujer; quien lo traicionaba con el caballero Fiorìca. ¡Está claro!<br />

—Señor abogado, por favor —continuó el presidente, resentido—. Dejemos hablar al<br />

imputado. Usted, Tararà: ¿quiere decir eso?<br />

Tararà negó primero con un gesto de la cabeza, luego con la voz:<br />

—No, señor, Excelencia. <strong>La</strong> culpa tampoco es de aquella pobre desgraciada. <strong>La</strong> culpa<br />

es de la señora… de la mujer del señor caballero Fiorìca, que no ha querido dejar las<br />

cosas en paz. ¿Para qué, señor presidente, había que montar un escándalo tan grande ante<br />

la puerta de mi casa, que incluso el empedrado de la calle, señor presidente, se ha puesto<br />

rojo de la vergüenza de ver a un caballero digno como el señor Fiorìca —todos sabemos<br />

qué gran señor es— descubierto, allí, sin camisa y con los pantalones en las manos, señor<br />

presidente, en el cubil de una sucia campesina? ¡Solo Dios sabe, señor presidente, lo que<br />

estamos obligados a hacer para procurarnos un pedazo de pan!<br />

Tararà pronunció estas palabras con lágrimas en los ojos y en la voz, moviendo las<br />

manos ante su pecho, con los dedos entrelazados, mientras las carcajadas estallaban<br />

irrefrenables en toda la sala y muchos se retorcían con convulsiones. Pero, aunque riendo,<br />

el presidente entendió enseguida la nueva posición que el imputado asumía frente a la ley,<br />

después de lo que había dicho. También el joven abogado defensor se dio cuenta de ello y<br />

de pronto, viendo que todo el edificio de su defensa se caía, se giró hacia la jaula para<br />

indicarle a Tararà que parara de hablar.<br />

Demasiado tarde. El presidente, agitando furiosamente la campanilla, le preguntó al<br />

imputado:<br />

—¿Entonces usted confiesa que ya estaba al corriente de la aventura de su mujer con<br />

el caballero Fiorìca?<br />

—Señor presidente —se rebeló el abogado defensor, levantándose—, perdone, pero<br />

así… yo así…<br />

—¿Qué así ni así? —lo interrumpió el presidente—¡Por el momento, es necesario que<br />

esto se aclare!<br />

—¡Me opongo a la pregunta, señor presidente!<br />

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