La vida desnuda - Luigi Pirandello

De la mañana a la noche, para gran delicia de todo el vecindario, de las cinco
habitaciones de abajo, llegaban gruñidos, chillidos, chillería, gorjeo de mirlos, canto de
pinzones: un trino, un piar denso, continuo y ensordecedor.
Hacía varios días que, desconfiando del resultado positivo de aquel negocio, Simone
Lampo comía pajaritos en todas las comidas y en la finca había destruido el aparato de
redes y cañas con el cual había atrapado centenares de aquellos pajaritos.
Ensillada la burra, cabalgó y se puso en camino hacia el pueblo.
Nina no aceleraba el paso, ni siquiera si el dueño la cubría de latigazos. Parecía que lo
hiciera a propósito, para hacerle saborear mejor, con la lentitud de su andar, los tristes
pensamientos que, a su parecer, le nacían también por culpa de ella, porque ella con su
forma de andar hacía que se meciera la cabeza de Simone. Sí, señores. Meneando la
cabeza, mirando, desde lo alto de la grupa, la desolación de los campos que se oscurecía
más y más con el apagarse de los últimos centelleos crepusculares, no podía evitar sentir
lástima por su propia ruina.
Las azufreras lo habían arruinado.
¡Cuántas montañas destripadas por el espejismo de un tesoro escondido! Había creído
descubrir dentro de cada montaña una nueva California. ¡Californias por doquier! Túneles
profundos, de doscientos, trescientos metros, túneles para la ventilación, instalaciones de
máquinas a vapor, acueductos para la educción de las aguas y muchos otros dispendios
para obtener una veta mínima de azufre, que no contaba con hacer rentable, al final. Y la
triste experiencia repetida varias veces, el juramento de no involucrarse jamás en otras
empresas, no habían servido para desviarlo de nuevos intentos, hasta que se había visto
reducido, como ahora, casi a la pobreza. Su mujer lo había abandonado para ir a convivir
con su rico hermano, porque la única hija de ambos se había hecho monja por
desesperación.
Estaba solo ahora, sin sirvienta en casa; solo y devorado por la inquietud continua
que le hacía cometer todas aquellas locuras.
Lo sabía, sí: era consciente de sus locuras; las cometía a propósito, para desairar a la
gente que, antes, cuando era rico, tanto lo había obsequiado y ahora le daba la espalda y
se reía de él. Todos se reían de él y lo evitaban; no había nadie que quisiera ayudarlo, que
le dijera: «¿Compadre, qué hace? ¡Venga aquí: usted sabe trabajar, ha trabajado siempre,
honestamente; no haga más locuras; venga conmigo, hagamos un buen negocio!». Nadie.
Y la agitación, el tormento interno, en aquel abandono, en aquella soledad agria y
desnuda, crecían y lo exasperaban cada instante más.
La incertidumbre acerca de su condición era su mayor tortura. Sí, porque no era ni
rico ni pobre. A los ricos no podía acercarse y los pobres no querían reconocerlo como
compañero, por aquella casa en el pueblo y aquella finca en las alturas. Pero, ¿qué
rendimiento le sacaba a la casa? Ninguno. Solamente impuestos. Y con respecto a la
finca, toda la riqueza consistía en un poco de trigo que, una vez segado, le daría apenas lo
necesario para pagar el diezmo. ¿Qué le quedaba, entonces, para comer? Aquellos pobres
pajaritos… ¡Y qué pena, también! Mientras se trataba de capturarlos, para intentar tirar
adelante un negocio que hacía reír a la gente, pase; pero ahora, bajar a la jaula, agarrarlos,
matarlos y comérselos…
—¡Vamos, Nina, vamos! ¿Estás dormida, esta noche? ¡Vamos!
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