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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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discursos en la Cámara. Volviéndose luego a mirar a la señorita y sabiendo que era la hija<br />

del difunto e ilustre profesor de la Universidad de Perugia, el caballero Lori experimentó<br />

otra alegría, no menos intensa.<br />

Tenía poco más de treinta años y la señorita Ascensi hablaba de una manera curiosa:<br />

parecía que con los ojos, de un raro color verdoso, casi fluorescentes, empujara con tino<br />

las palabras para que entraran en el alma de quien las escuchaba, y se encendía en ese<br />

proceso. Al hablar, revelaba un ingenio lúcido y preciso, un alma autoritaria; pero aquella<br />

lucidez era turbada y aquella imperiosidad era vencida y derrotada por una gracia<br />

irresistible que le afloraba en el rostro, sonrojándolo. <strong>La</strong> señorita notaba con despecho<br />

que, poco a poco, sus palabras, su razonamiento ya no tenían eficacia, porque quien la<br />

estaba escuchando se contentaba más bien con la admiración de aquella gracia y con su<br />

deleite. Entonces, el rostro ardiente, un poco por la molestia, un poco por la embriaguez<br />

que instintivamente y no obstante le provocaba el triunfo de su feminidad, se confundía;<br />

la sonrisa de quien la admiraba se reflejaba, sin que ella quisiera, también en sus labios;<br />

sacudía la cabeza con rabia, se encogía de hombros y truncaba el discurso, declarando que<br />

no sabía hablar, que no sabía expresarse.<br />

—¡Pero no! ¿Por qué? ¡Me parece, al contrario, que usted se expresa muy bien! —le<br />

dijo enseguida el caballero Martino Lori.<br />

Y le prometió al diputado Verona que haría todo lo que estuviera a su alcance para<br />

contentar a la señorita y procurarse el placer de rendirle un servicio a él.<br />

Dos días después, Silvia Ascensi volvió sola al Ministerio. Se había dado cuenta de<br />

que con el caballero Lori no necesitaba otra recomendación. Y con la simplicidad más<br />

ingenua del mundo fue a decirle que no podía de ningún modo dejar Roma: había<br />

caminado tanto en aquellos tres días sin cansarse nunca, y había admirado tanto las villas<br />

solitarias vigiladas por los cipreses, la sua<strong>vida</strong>d silenciosa de los huertos del Aventino y<br />

del Celio, la solemnidad trágica de las ruinas y de ciertas calles antiguas, como la Appia,<br />

y la clara frescura del Tevere… En fin, se había enamorado de Roma y quería trasladarse<br />

allí, sin duda. ¿Era imposible? ¿Por qué? ¡Sería difícil, vamos! Imposible, no. ¡Di-fi-ci-lísi-mo!<br />

Pero queriendo, vamos… también podría ser asignada temporalmente… Sí, sí.<br />

¡Tenía que hacerle este favor! De otra manera, vendría muchas, muchas veces más a<br />

fastidiarlo. ¡No lo dejaría en paz! Una asignación temporal era fácil, ¿no? Entonces…<br />

Entonces, la conclusión fue otra.<br />

Después de seis o siete de aquellas visitas, una tarde, el caballero Martino Lori se<br />

ausentó de la oficina, se arregló como para las grandes ocasiones y fue a Montecitorio a<br />

preguntar por el diputado Verona.<br />

Se miraba los guantes, se miraba los zapatos, se sacaba los puños con las puntas de<br />

los dedos, muy inquieto, esperando al ujier que tenía que presentarlo.<br />

Apenas entró, para esconder el embarazo, empezó a decirle calurosamente al<br />

diputado Verona que su protegida pedía lo imposible, ¡ahí estaba!<br />

—¿Mi protegida? —lo interrumpió el diputado—. ¿Qué protegida?<br />

Lori, reconociendo muy afectado que había utilizado, pero sin sombra de malicia, una<br />

palabra que podía prestarse realmente a una… sí, a una interpretación malévola, explicó<br />

que se refería a la señorita Ascensi.<br />

—¿Ah, la señorita Ascensi? ¡Entonces sí: es mi protegida! —le contestó el diputado<br />

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