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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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eterna agonía: mi pobre madre durante meses y meses había ido tomando aspecto<br />

cadavérico, estando aún viva.<br />

Para mi mujer, se trataba de su suegra; para mis hijos moría una mujer, cuyo hijo era<br />

yo. Digo así, porque cuando yo muera, uno de ellos me velará, se supone. ¿Han<br />

entendido? Aquella vez moría mi madre, y entonces no les tocaba a ellos, sino a mí.<br />

—Pero, ¿cómo? —dicen—. ¡<strong>La</strong> abuela!<br />

Ajá. <strong>La</strong> abuelita. <strong>La</strong> abuelita querida… Y luego también lo hacían por mí, que, se lo<br />

aseguro, podría merecerme un poco de consideración, como no quedarme de pie toda la<br />

noche, con aquel frío, cuando me caía del cansancio, después de un fatigoso día de<br />

trabajo.<br />

¿Pero saben cómo es? El tiempo de la abuelita, de la abuelita querida, se había<br />

acabado desde hacía un buen rato. Para los nietecitos se había roto el juguete de la<br />

abuelita querida, desde que la habían visto, después de la operación de cataratas, con un<br />

ojo inflamado e inútil en la ca<strong>vida</strong>d del cristal de las gafas y el otro pequeño a su lado. Ya<br />

no había nada bonito en presentar a una abuelita así. Y poco a poco se había quedado<br />

sorda como una tapia, la pobre abuelita; tenía ochenta y cinco años y no entendía nada:<br />

era una masa de carne que gemía y se sostenía apenas, pesada y vacilante, y obligaba a<br />

cuidados que implicaban tanta pena y repugnancia que solo una adoración como la mía<br />

podía superar.<br />

Se pensaba, al verla, en un espantoso castigo; nadie mejor que yo sabía que mi pobre<br />

madre no lo había merecido; dejada allí, sin rastro de lo que tiempo atrás había sido, ni la<br />

memoria conservaba; solo carne, vieja carne deshecha que sufría, señores míos, que<br />

continuaba sufriendo, quién sabe por qué…<br />

Pero el sueño, señores míos… No hay afecto que sostenga, cuando una necesidad<br />

cruel obliga a descuidar otras que hay que satisfacer por fuerza. Intenten no dormir<br />

durante varias noches seguidas después de haber trabajado todo el día. Pensar en mis<br />

hijos, que durante el día entero no habían hecho nada y ahora dormían plácidamente, al<br />

calor de las mantas, mientras yo temblaba y gemía por el frío, en aquella habitación que<br />

apestaba por el hedor de los medicamentos, me regurgitaba la bilis como a un oso y me<br />

tentaba con correr a arrancar las mantas de sus camitas y de la cama de mi mujer para<br />

verlos saltar del sueño, en camisón, por aquel frío. Pero luego, sintiendo en mí cómo<br />

temblarían y pensando que querría estar en su lugar, para que temblaran ellos en vez de<br />

yo, me rebelaba, ya no en contra de ellos, sino en contra de la crueldad de aquella suerte,<br />

cuyo cuerpo aún tenía allí —agonizante e insensible a todo—, el cuerpo, el cuerpo solo, y<br />

ese también casi irreconocible, de mi madre; y pensaba, sí, sí, pensaba que, Dios, debería<br />

parar de agonizar al fin.<br />

Hasta que una vez, en el silencio terrible que asaltó la habitación por una suspensión<br />

momentánea de aquel estertor, me sorprendí ante el espejo del armario, girando no sé por<br />

qué la cabeza, inclinado sobre la cama de mi madre y concentrado en espiar de cerca si<br />

ella había muerto.<br />

Con horror vi mi rostro en aquel espejo. Precisamente para que yo lo viera,<br />

conservaba, mientras me miraba, la misma expresión con la cual permanecía en suspenso,<br />

espiando la liberación, en un susto casi alegre.<br />

<strong>La</strong> reanudación del estertor me infundió una repugnancia tal de mí mismo, que<br />

escondí mi rostro, como si hubiera cometido un delito. Y empecé a llorar como un niño:<br />

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