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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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¿Difamación? ¿Qué difamación, pobre desgraciado, si hacía ya varios años que era<br />

muy conocida en todo el pueblo su fama de gafe? ¿Si innumerables testigos se habían<br />

presentado ante el tribunal a jurar que él, en muchísimas ocasiones, había demostrado que<br />

conocía aquella fama suya, rebelándose con protestas violentas contra ella? ¿Cómo<br />

condenar, en conciencia, a aquellos dos jóvenes como difamadores por haber hecho, a su<br />

paso, el gesto que desde hacía tiempo solían hacer abiertamente todos los demás, y antes<br />

que nadie, ahí estaban, los mismos jueces?<br />

Y D’Andrea sufría; sufría más al encontrarse por la calle con los abogados en cuyas<br />

manos se habían puesto aquellos dos jóvenes: el delgado y fanático abogado Grigli, con el<br />

perfil de viejo pájaro al acecho, y el gordo Manin Baracca, quien, llevando triunfal en la<br />

barriga enorme un cuerno comprado para la ocasión y riendo con toda la pálida carne de<br />

rubio cerdo elocuente, les prometía a los ciudadanos que pronto, en la corte de justicia, se<br />

celebraría una magnífica fiesta popular.<br />

Ahora bien, precisamente para no proporcionarle al pueblo el espectáculo de aquella<br />

«magnífica fiesta» a expensas de un pobre desgraciado, el juez D’Andrea decidió<br />

finalmente enviar un ujier a casa de Chiàrchiaro para invitarlo a la oficina de instrucción.<br />

Incluso a costa de pagarle los gastos, quería convencerlo de que retirara la demanda,<br />

demostrándole claramente que aquellos dos jóvenes no podían ser condenados, según la<br />

justicia, y que su inevitable absolución le provocaría más daño, una persecución más<br />

cruel.<br />

Ay de mí, es realmente cierto que es mucho más fácil hacer el mal que el bien, no<br />

solamente porque el mal se puede hacer a todos y el bien solo a los que lo necesitan, sino<br />

también, o mejor dicho, sobre todo, porque esta necesidad de hacer el bien vuelve a<br />

menudo tan agrias las almas de los que se pretende beneficiar, que el beneficio se torna<br />

dificilísimo.<br />

El juez D’Andrea se percató de ello, aquella vez, apenas levantó los ojos hacia<br />

Chiàrchiaro, que había entrado en la habitación mientras él estaba escribiendo.<br />

Experimentó un sobresalto violento y lanzó al aire los papeles, poniéndose en pie y<br />

gritándole:<br />

—¡Hágame el favor! ¿Qué historias son estas? ¡Debería darle vergüenza!<br />

Chiàrchiaro había adoptado una pinta de gafe que daba gusto. Se había dejado crecer<br />

en las mejillas cóncavas una barba híspida y densa; se había puesto en la nariz un par de<br />

gruesas gafas de hueso, que le daban el aspecto de un mochuelo; además llevaba un traje<br />

brillante, ceniciento, que se le caía por todos lados.<br />

No se descompuso ante el sobresalto del juez. Dilató la nariz, rechinó los dientes<br />

amarillos y dijo en voz baja:<br />

—¿Usted, entonces, no se lo cree?<br />

—¡Hágame el favor! —repitió el juez D’Andrea—. ¡No hagamos bromas, querido<br />

Chiàrchiaro! ¿O se ha vuelto loco? Vamos, vamos, siéntese aquí.<br />

Y se le acercó e hizo el gesto de ponerle una mano en el hombro. Enseguida<br />

Chiàrchiaro dio un respingo, como un mulo, echando chispas:<br />

—¡Señor juez, no me toque! ¡Cuidado! ¡O usted, como es cierto que Dios existe, se<br />

volverá ciego!<br />

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