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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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tomarse el gusto de ejercer toda su acti<strong>vida</strong>d moral y material exclusivamente en la<br />

profesión de aquel parecido.<br />

En Costanova era el rey; su casa era un palacio real; en el campo tenía una numerosa<br />

escolta de uniformados guardias privados, que eran como su ejército personal; todos los<br />

habitantes, menos aquel puñado de bufones capitaneados por Leopoldo Paroni, eran para<br />

él más súbditos que electores; tenía una caballeriza magnífica y una perrera preciosa;<br />

amaba a las mujeres y amaba la caza; de modo que, ¿quién era más Vittorio Emanuele<br />

que él?<br />

Ahora bien, durante la última administración, algunos de los asesores habían<br />

cometido unos pequeños deslices administrativos y el caballero Decenzio aún no sabía<br />

bien qué había pasado: era rey, reinaba pero no gobernaba. El hecho es que el consejo<br />

había sido disuelto. En cualquier momento llegaría el comisario real. El caballero<br />

Decenzio se había molestado en ir a la estación; lo recibiría amablemente, con la certeza<br />

de que también se volvería súbdito suyo temporal y devotísimo; se realizarían las nuevas<br />

elecciones y sería elegido alcalde y reaclamado rey, sin duda alguna.<br />

El timbre empezó a sonar. El caballero Cappadona bostezó, se levantó, se golpeó las<br />

botas con el látigo, haciendo como siempre con los labios: «Bembé… Bembé…», y salió,<br />

seguido por los demás, a la marquesina de la estación. Melchiorino Palì repetía una vez<br />

más que nosotros tenemos que hacer la revolu… pero vio a dos carabinieri en la puerta<br />

de la sala de espera, y las últimas sílabas de la palabra se le quedaron en la garganta: poco<br />

después le salió, como siempre, solamente el eco atenuado:<br />

—Ción… ción…<br />

El guardabarrera anunció la llegada del tren, cuyo silbido se acercaba.<br />

—¡Campana! —ordenó entonces el jefe de estación, que se había acercado para<br />

saludar a Cappadona.<br />

Y aquí está el tren, resoplando, majestuoso. Todos se alinean, a la espera, ansiosos y<br />

con aquella excitación que la llegada de la escolta, con su imponencia ruidosa y violenta<br />

suele despertar; los trabajadores ferroviarios corren a abrir las puertas gritando:<br />

«¡Costanova! ¡Costanova!». Desde un coche de primera clase un larguirucho miope,<br />

escuálido, con unos bigotes rubios afeitados a la china, le da una maleta al mozo<br />

diciéndole despacio:<br />

—El comisario real.<br />

Quienes esperaban lo miran decepcionados, dándose codazos, y el caballero Decenzio<br />

Cappadona avanza con su real postura, cuando de repente (¿es una broma? ¿una<br />

alucinación?), detrás de aquel larguirucho miope, baja majestuoso al estribo otro Vittorio<br />

Emanuele II, más Vittorio Emanuele II que el caballero Decenzio Cappadona.<br />

Los dos hombres, frente a frente, se miran trastornados. Ninguno de los ex consejeros<br />

se atreve a dar un paso; también el jefe de estación, que se había propuesto presentar al ex<br />

alcalde al comisario real, se queda clavado en su lugar; y aquel otro Vittorio Emanuele,<br />

que es el caballero Amilcare Zegretti —precisamente él, el comisario real— pasa entre<br />

todos aquellos hombres estupefactos y se va, con un agudo chirrido de zapatos que parece<br />

expresar la intensa molestia que lo invade, a la sala de espera, seguido por su enjuto<br />

secretario particular.<br />

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