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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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En la plaza fue recibido por una explosión fragorosa de aplausos. A los amigos más<br />

íntimos, que le esperaban ansiosos, no pudo responder más que estas palabras:<br />

—¡Haré una matanza, palabra de honor!<br />

Y la guerra empezó, brutal, entre los dos reyes.<br />

Como era previsible, la derrota fue para el caballero Zegretti, al tener Cappadona a<br />

todo el pueblo de su parte.<br />

Apenas se mostraba en la calle, dos, tres lo llamaban fuerte:<br />

—¡Caballero! ¡Señor alcalde!<br />

Continuaba caminando y un cuarto lo alcanzaba corriendo, le palmeaba<br />

amistosamente el hombro.<br />

—¡Decenzio querido!<br />

Se giraba rápido, con los ojos que echaban fuego, y enseguida:<br />

—¡Ah, perdone, señor caballero! Como comprenderá, creía que usted era el caballero<br />

Cappadona… Perdone…<br />

¿Volvía al ayuntamiento? A lo largo del atrio había muchas puertas tapiadas, pero<br />

quedaban, por aquí y por allá, restos de las aberturas de los muros, que conformaban unos<br />

nichos, de donde, al paso del caballero, salían los golfillos para sorprenderlo. Un saludo<br />

militar, un grito: «¡Majestad!», y se iban corriendo.<br />

Entonces el caballero Zegretti despidió al ujier, que era un pobre viejito colocado allí<br />

por caridad y que no tenía ninguna culpa. En verdad, dejaba a la mujer la custodia de la<br />

entrada y se iba de paseo todo el día, preguntando en voz alta, de lejos, si acaso había<br />

alguien que quería afeitarse la barba.<br />

Echado a la calle, se fue a quejarse al caballero Cappadona. Su Majestad le prometió<br />

que, después de las elecciones, volvería a contratarlo y mientras tanto le dio para vivir, a<br />

él y a su familia. Contento, el viejito le enseñó las tijeras al caballero Cappadona:<br />

—No dude, señor caballero, que si consigo agarrarlo, lo aferro y le esquilo la<br />

prepotencia. ¡Bigotes y perilla, señor caballero!<br />

Esta amenaza llegó a los oídos del caballero Zegretti quien, desde aquel momento en<br />

adelante, salió acompañado por dos guardias. Y entonces, de lejos: silbidos, gritos y otros<br />

ruidos descarados, que llegaban al cielo.<br />

Fue peor cuando el secretario Marcocci, que se había vuelto de una palidez extrema y<br />

aún más miope que el día de su llegada, una noche, buscando algunos papeles en un<br />

trastero, por desgracia se quemó con la vela que tenía en la mano uno de aquellos bigotes<br />

rubios a la china, y por eso se vio obligado a afeitarse también el otro bigote.<br />

Todo el pueblo, al día siguiente, al verlo así, afeitado, lo acompañó triunfalmente al<br />

ayuntamiento, como si aquel pobre hombre se hubiese afeitado para darle una satisfacción<br />

al pueblo de Costanova y un elocuente ejemplo a su jefe.<br />

El caballero Zegretti no se dejó ver más por el pueblo.<br />

El día de las elecciones ya estaba cerca. Por prudencia, previendo la explosión del<br />

júbilo popular por la victoria incontestable de Cappadona, pidió al prefecto de la<br />

provincia un refuerzo de soldados.<br />

Pero la población de Costanova, bien pagada y excitada por el vino de las cantinas de<br />

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