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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Tararà abrió los brazos y dijo:<br />

—Como Su Excelencia mande.<br />

Para no provocar otras risas, el presidente formuló el resto de preguntas, agregando<br />

siempre al final de cada una:<br />

—¿No es verdad? ¿No es verdad?<br />

Finalmente dijo:<br />

—Siéntese. Ahora oirá de boca del señor canciller de qué se le acusa.<br />

El canciller leyó el acta de acusación; pero de pronto tuvo que interrumpir la lectura,<br />

porque el presidente del jurado se encontraba mal por el gran tufo caprino que había<br />

llenado toda la sala. Hubo que ordenar a los ujieres que abrieran puertas y ventanas.<br />

Entonces apareció clara e incontestable la superioridad del imputado frente a todos<br />

los que tenían que juzgarlo.<br />

Sentado sobre aquel pañuelo rojo flamante, Tararà no advertía en absoluto aquel<br />

hedor, acostumbrado para su nariz, y podía sonreír; Tararà no tenía calor, aunque llevara<br />

aquel pesado traje de paño celeste; finalmente Tararà no experimentaba molestia alguna a<br />

causa de las moscas, que hacían sobresaltarse con gestos airados a los señores jurados, al<br />

procurador del rey, al presidente, al canciller, a los abogados, a los ujieres e incluso a los<br />

guardias. <strong>La</strong>s moscas se posaban sobre sus manos, se deslizaban zumbantes y<br />

somnolientas por su cara, se le pegaban voraces en la frente, en las comisuras de los<br />

labios e incluso en los bordes de los ojos: Tararà no las notaba, no las echaba, y podía<br />

seguir sonriendo.<br />

El joven abogado defensor, asignado de oficio, le había dicho que podía estar seguro<br />

de la absolución, porque el adulterio de su esposa, a quien había asesinado, estaba<br />

probado.<br />

En la beata inconsciencia de las bestias no sentía ni sombra de remordimiento. No<br />

entendía por qué tenía que responder de lo que había hecho, es decir, de algo que solo<br />

tenía que ver con su propia <strong>vida</strong>. Aceptaba la acción de la justicia como una fatalidad<br />

inevitable.<br />

En la <strong>vida</strong> existía la justicia, como en el campo las malas cosechas.<br />

Y la justicia, con todo aquel aparato solemne de escaños majestuosos, de birretes, de<br />

togas y penachos, era para Tararà como el nuevo gran molino a vapor que había sido<br />

inaugurado con solemnidad el año pasado. Visitando con otros curiosos su maquinaria,<br />

todo el engranaje de ruedas, el aparato endemoniado de pistones y poleas, Tararà, un año<br />

atrás, había sentido brotarle dentro y crecer poco a poco cierta desconfianza, junto con<br />

estupor. Todos llevarían su trigo a aquel molino, ¿pero quién le aseguraría a los clientes<br />

que la harina había sido producida con el mismo trigo que habían vertido en el molino?<br />

Era necesario que todos cerraran los ojos y aceptaran con resignación la harina que les<br />

entregaban.<br />

De la misma manera ahora, con la misma desconfianza y sin embargo con la misma<br />

resignación, Tararà le entregaba su caso al engranaje de la justicia.<br />

Por su cuenta sabía que había partido la cabeza de su mujer con un golpe de azuela<br />

porque una noche de sábado, al volver a casa mojado y embarrado del campo que se<br />

encuentra bajo el burgo de Montaperto, donde trabajaba toda la semana de peon, había<br />

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