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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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aquí todo el pueblo, a una sola voz, te acusaba, te gritaba: «¡<strong>La</strong>drón! ¡Judas!». ¡Yo no, yo<br />

no! Pero Dios existe, ¿sabes? Y te ha castigado: mira cómo están tus manos ladronas…<br />

¿<strong>La</strong>s escondes? ¡Estás muerto! ¡Muerto! ¿Y aún te obstinas en hacerme daño? Oh,<br />

¿sabes? Esta vez: ¡no! ¡No lo vas a conseguir! Te he hablado de los sacrificios que estaría<br />

dispuesto a hacer por aquella tierra. Por última vez, pues, contesta: ¿quieres dejármela?<br />

—¡No! —gritó, pronto, rabiosamente, Chiarenza, torvo y descompuesto.<br />

—¡Entonces ni la tendrás tú ni la tendré yo!<br />

Y Scala se encaminó a la salida.<br />

—¿Qué hará? —preguntó Chiarenza, quedándose sentado y abriendo los labios en<br />

una mueca horrible.<br />

Scala se giró, levantó la mano en un violento gesto de amenaza y contestó, mirándolo<br />

fieramente a los ojos:<br />

—¡Te quemaré!<br />

VII<br />

Al salir de la casa de Chiarenza, don Mattia Scala primero, con una furiosa sacudida<br />

de hombros, se desembarazó de Trigona, quien quería demostrarle, solidario, su buena<br />

intención; luego se fue a la casa de un amigo suyo abogado para exponerle el caso del<br />

cual era víctima y preguntarle si, pudiendo actuar de forma judicial para el<br />

reconocimiento de su crédito, podía impedir que Chiarenza tomara posesión de la finca.<br />

Al principio el abogado no entendió nada, abrumado por la agitación con la cual<br />

Scala había hablado. Intentó calmarlo, pero fue en vano.<br />

—¿En suma, pruebas, documentos, tiene usted algo?<br />

—¡No tengo un cuerno!<br />

—¡Y entonces vaya a que la bendigan! ¿Qué quiere de mí?<br />

—Espere —le dijo don Mattia antes de irse—. ¿Sabría decirme, por casualidad,<br />

dónde está la casa del ingeniero Scelzi, de la Sociedad de las Azufreras de Comitini?<br />

El abogado le indicó la calle y el número de la casa y don Mattia Scala, ya decidido,<br />

fue allí directamente.<br />

Scelzi era uno de aquellos ingenieros que, pasando cada mañana por el camino de<br />

herradura frente a la verja de la villa para ir a las azufreras del valle, le había solicitado<br />

con mayor insistencia que cediera el subsuelo. ¡Cuántas veces, por hacer ruido, Scala lo<br />

había amenazado con llamar a los perros para que se fuera!<br />

Aunque los domingos Scelzi no recibía por negocios, se dio prisa en dejar pasar a<br />

aquel insólito visitante.<br />

—¿Usted, don Mattia? ¿Qué lo trae por aquí?<br />

Scala, con las enormes cejas fruncidas, se plantó frente al joven ingeniero sonriente,<br />

lo miró a los ojos y contestó:<br />

—Estoy listo.<br />

—¡Ah, muy bien! ¿Cede?<br />

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