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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Basta… <strong>La</strong> íntima y verdadera razón de su visita de hoy necesitará, verás, ser<br />

aclarada mejor por una segunda visita, mañana.<br />

Yo, al menos, no he sabido ver lo bastante claro. Solamente me ha parecido entender<br />

que el señor Postella quiere jugar un doble juego y he querido poner enseguida las cartas<br />

sobre la mesa.<br />

En realidad, antes lo he dejado hablar y hablar. Plinio enseña que las comadrejas,<br />

antes de combatir con las serpientes, se preparan comiendo ruda. Yo hago algo mejor: me<br />

preparo dejando que el señor Postella hable; absorbo el jugo de su discurso y luego lo<br />

muerdo con su mismo veneno.<br />

Ah, si hubieras visto qué afligido se mostraba por la carta de tu mujer: ¡afligidísimo!<br />

Y como no terminaba nunca, para consolarlo, le he dicho:<br />

—Oiga, querido señor Postella, usted tiene no sé si la desgracia o la suerte de poseer<br />

un estilo. ¡Es un don nada común! ¡Consérvelo! Dígame, ¿está un poco arrepentido por lo<br />

que, influida por usted, me escribió ayer la mujer de mi amigo?<br />

Pobrecito, no se lo esperaba. Ha parpadeado por lo menos cien veces seguidas, a<br />

causa de aquel tic nervioso que tú conoces bien; luego, con la risa tonta de quien no<br />

quiere entender y finge no haber entendido:<br />

—¿Cómo, cómo?<br />

Su mujer no ha dicho nada, pero la silla donde estaba sentada ha crujido por ella.<br />

—Sí, mire —he continuado yo, impasible—, no desearía nada mejor, señor mío.<br />

Y entonces ha llegado la explicación, durante la cual he admirado mucho a la mujer<br />

de Postella, que estaba pendiente de los labios del marido y aprobaba con la cabeza casi<br />

cada palabra, mirándome de vez en cuando, como para decirme:<br />

«¡Mira lo bien que habla!».<br />

Yo no sé si aquella reconocida simplona haya poseído un cerebro alguna vez; claro<br />

está que ahora, si lo tiene, no lo ejercita, por la confianza que pone en el del marido, que<br />

es uno, sí, pero basta y sobra según ella para los dos.<br />

En breve, el señor Postella ha confirmado que él había escrito la carta, pero,<br />

¡entendámonos!, por encargo expreso de tu mujer, quien por el dolor, dice, que aún sufre,<br />

no sintiéndose capaz de escribirla, le ha sugerido los términos, dice. Él, el señor Postella,<br />

estaba muy resentido y me daba prueba de ello con su visita de hoy. Por otro lado ha<br />

querido justificar a tu mujer, y que la excusara yo también, consideradas las delicadas<br />

razones, dice, que le habían aconsejado escribirme de aquella manera.<br />

Y aquí se ha aclarado un equívoco, o mejor, un malentendido. Tu mujer, al leer mi<br />

carta —donde (prometiéndole que continuaría haciendo por ella lo que hacía por ti) había<br />

utilizado la frase contribuir a los gastos de la casa—, ha entendido, dice, que yo quería<br />

continuar viviendo como en el pasado, es decir, más en tu casa que en estas tres<br />

habitaciones mías… Pero, al decírmelo, los párpados del señor Postella parecían<br />

enloquecidos bajo mi mirada, progresivamente imbuida de desdén y desprecio.<br />

No tengo ni sombra de ilusión sobre la naturaleza de los sentimientos de tu mujer<br />

hacia mí: las antipatías son recíprocas. Pero no tu mujer, Momo, sino él, él, el señor<br />

Postella ha temido, en cambio, que fuera mi intención continuar con la misma rutina,<br />

como si tú no hubieras muerto; mira, pondría la mano en el fuego a que ha sido así. Y<br />

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