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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Pero ninguno de los dos quería mostrarle al otro el tormento que le provocaba la<br />

existencia de aquella cadena, ya no arrastrada de común acuerdo por el mismo camino,<br />

sino estirada con desaire de un lado y del otro, en aquella ficción de libertad con que se<br />

engañaban.<br />

Sabían que la cadena, aunque así tensada, no podía y no tenía que romperse; pero lo<br />

hacían a propósito, para hacerse más daño, el máximo que podían. Tal vez, en esta<br />

maceración, intentaban aturdir la pena ardiente y el remordimiento por la mujer, quien en<br />

vano continuaba pidiendo consuelo y piedad.<br />

Ya desde hacía un tiempo, ella se había rendido a lo que creía la voluntad de ellos.<br />

Pero no: ahora eran ellos quienes querían que se quedara con el hijo. ¿Y por qué,<br />

entonces, sufrirían tanto y tanto la harían sufrir a ella? Volver atrás, a la situación<br />

anterior, ya no era posible. Y entonces, no, no: tenía que quedarse con el hijo. Ninguna<br />

discusión sobre este punto era posible.<br />

Unidos como estaban por el mismo sentimiento, que ya no podía —de ninguna<br />

manera— realizarse en una acción común de amor, no podían admitir su inminente<br />

ausencia; querían que durara, para realizarse necesariamente, en cambio, en una acción de<br />

odio recíproco.<br />

Y ese odio los tenía tan cegados que ninguno de los dos, por el momento, pensaba en<br />

qué haría mañana, frente a aquel hijo a quien tampoco podrían amar juntos.<br />

El niño tenía que vivir: al no poder vivir exclusivamente ni por uno ni por el otro,<br />

viviría por su madre, a toda costa, sin que ninguno de los dos lo viera crecer.<br />

Y, de hecho, ninguno de los dos, aunque ambos se murieran de ganas, cedió a la<br />

invitación de Melina de ir a ver al niño recién nacido.<br />

Inexpertos en la <strong>vida</strong> adulta, no se imaginaban, de ningún modo, en qué dificultades<br />

atroces se había encontrado aquella pobrecita, tan sola, abandonada, al dar a luz a aquel<br />

niño. Tuvieron la revelación terrible de ello unos días después, cuando una vieja, vecina<br />

de la pobrecita, fue a buscarlos para que fueran enseguida al lecho de ella, a su lecho de<br />

muerte.<br />

Llegaron y se quedaron desconcertados frente a aquella cama, en la cual un esqueleto<br />

vestido de piel, con la boca enorme, escalofriante, que mostraba horriblemente todos los<br />

dientes, de ojos enormes, cuyas esferas parecían recargadas y endurecidas por la muerte,<br />

quería recibirlos con alegría.<br />

¿Aquella? ¿Era Melina?<br />

—No, no… allí —decía la pobrecita, indicando la cuna: que allí encontrarían a la<br />

Melina que conocían, buscando allí, en aquella cuna, y alrededor, en las cosas preparadas<br />

para su niño, donde se había destruido, o mejor: transferido.<br />

Ella ya no estaba en la cama: allí no había más que restos, míseros, irreconocibles de<br />

ella; apenas quedaba un hilo de alma, retenido a la fuerza, para volver a verlos por última<br />

vez. Toda su alma, toda su <strong>vida</strong>, todo su amor estaban en aquella cuna, y allí, en los<br />

cajones del cantarano, con la canastilla del niño, con encajes, lazos y bordados, todo<br />

preparado por ella, con sus manos.<br />

—También… también con monogramas bordados, sí, en rojo… Todo… prenda por<br />

prenda…<br />

Quiso que la vieja vecina les mostrara todas las prendas, una por una… las cofias,<br />

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