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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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cama, pero sin poder bajar los ojos, casi hechizado por aquella mirada.<br />

—¡Oh, Vivoli! —dijo el doctor Vocalòpulo, girándose apenas.<br />

Corsi cerró los ojos, suspirando largamente por la nariz.<br />

Lello Vivoli esperó que Vocalòpulo se girara de nuevo a mirarlo, pero luego,<br />

impaciente:<br />

—Shh —lo llamó despacio, e indicando al yaciente, le preguntó cómo estaba con un<br />

gesto de la mano.<br />

El doctor levantó los hombros y cerró los ojos; luego, con un dedo, indicó la herida<br />

en el pecho izquierdo.<br />

—Entonces… —dijo Vivoli, levantando una mano en acto de bendición.<br />

Una gota de sangre salió de la herida y rayó largamente el pecho. El doctor la detuvo<br />

con un copo de algodón, diciendo casi para sí:<br />

—¿Dónde diablos se habrá metido la bala?<br />

—¿No se sabe? —preguntó tímidamente Vivoli, sin despegar los ojos de la herida, no<br />

obstante la repugnancia que sentía—. Y dime, ¿sabes de qué calibre era?<br />

—Nueve… Calibre nueve —contestó el joven doctor Sià, con evidente satisfacción<br />

—. Se puede deducir de la herida…<br />

—Supongo —contestó Vocalòpulo con el ceño fruncido, absorto— que se ha metido<br />

aquí, debajo de la escápula… Eh, sí, desgraciadamente… El pulmón…<br />

Y retorció la boca.<br />

Adivinar, determinar el recorrido caprichoso de la bala: por el momento, nada era tan<br />

prioritario como eso. Tenía delante a un paciente cualquiera, sobre el cual ejercitar su<br />

habilidad, valiéndose de todos los recursos de su ciencia: más allá de esta tarea material y<br />

limitada no veía nada, no pensaba en nada. Solamente la presencia de Vivoli le hizo<br />

considerar que, siendo Corsi muy conocido en la ciudad y habiendo aquella tragedia<br />

conmovido a toda la ciudadanía, podía beneficiarle que el público supiera que el doctor<br />

Vocalòpulo era el médico que lo atendía.<br />

—Oh, Vivoli, dirás que ha sido confiado a mis cuidados.<br />

El doctor Cosimo Sià tosió ligeramente desde el otro lado de la cama.<br />

—Y puedes añadir —prosiguió Vocalòpulo—, que me asiste el doctor Cosimo Sià: te<br />

lo presento.<br />

Vivoli apenas inclinó la cabeza, con una sonrisa leve. Sià, que se había precipitado<br />

con la mano extendida para apretar la de Vivoli, ante la seca reverencia de este, se quedó<br />

descompuesto; se sonrojó; cortó en el aire un saludo con la mano ya extendida, como para<br />

decir: «Da lo mismo: ¡saludo así!».<br />

El moribundo entornó los ojos y frunció el ceño. Los dos médicos y Vivoli lo miraron<br />

casi con miedo.<br />

—Ahora lo vendamos —dijo Vocalòpulo, con voz cuidadosa, agachándose hacia él.<br />

Tommaso Corsi movió la cabeza en la almohada, luego bajó ligeramente los párpados<br />

sobre los ojos toscos, como si no hubiera entendido. Así al menos le pareció al doctor<br />

Vocalòpulo, quien, retorciendo de nuevo la boca, murmuró:<br />

—<strong>La</strong> fiebre…<br />

—Yo aprovecho para escaparme —dijo Vivoli despacio, saludando con la mano a<br />

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