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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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sentimiento conseguían penetrar nunca.<br />

Había nacido un niño y (¡algo atroz!) desde el primer día había sentido también a<br />

aquel niño como extraño, como si perteneciera por completo a su madre y no a él.<br />

Tal vez su hijo se convertiría realmente en suyo si pudiera arrancarlo de aquella casa,<br />

de aquel pueblo, y también la mujer se convertiría en su compañera verdadera si pudiera<br />

pedir y obtener un traslado. Pero incluso le era negado esperar a largo plazo semejante<br />

salvación, porque su mujer (que no había querido moverse del pueblo ni por un breve<br />

viaje de novios, ni para ir a conocer a la madre y al padre de él y a los otros parientes a<br />

Turín) lo amenazaba con que se separaría, no de los suyos, sino de él, en caso de traslado.<br />

Entonces: enmohecer allí, quedarse esperando, en aquella horrenda soledad, que el<br />

espíritu poco a poco se le vistiera con una cáscara de estupidez. Amaba tanto el teatro, la<br />

música, todas las artes, que casi no sabía hablar de otra cosa: ¡se quedaría siempre con sed<br />

de ellas, de ellas también, sí, como de un vaso de agua! Ah, no podía beber aquella agua<br />

pesada, cruda, rojiza, de las cisternas. Decían que no hacía daño, pero él se sentía desde<br />

hacía un tiempo también enfermo del estómago. ¿Imaginario? ¡Ya! Encima se reían de él.<br />

Los párpados cerrados no consiguieron retener más las lágrimas, que los llenaban.<br />

Mordiéndose los labios, como para impedir que le irrumpiera algún sollozo de la<br />

garganta, Silvestro Noli sacó un pañuelo del bolsillo.<br />

No pensó que tenía el rostro ahumado por el largo viaje, y mirando el pañuelo se<br />

quedó ofendido e irritado por la huella sucia de su llanto. Vio su <strong>vida</strong> en aquella sucia<br />

huella, y cogió el pañuelo con los dientes, casi para arrancarla.<br />

Finalmente el tren paró en la estación de Castellamare Adriatico.<br />

Para otros veinte minutos de camino le tocaba esperar más de cinco horas en aquella<br />

estación. Era la suerte de los viajeros que llegaban con aquel tren nocturno desde Roma y<br />

tenían que proseguir por las líneas de Ancona o de Foggia.<br />

Menos mal que estaba abierta toda la noche la cafetería de la estación, amplia, bien<br />

iluminada, con las mesas puestas, en cuya luz y en cuyo movimiento se podían de alguna<br />

manera engañar el ocio y la tristeza de la larga espera. Pero estaban pintados, en los<br />

rostros hinchados, pálidos, sucios y cansados de los viajeros, un tétrico afán, una molestia<br />

opresora, una agria náusea de la <strong>vida</strong> que, lejos de los afectos habituales, se descubría<br />

ante todos vacía, tonta, fastidiosa.<br />

Tal vez muchos habían sentido el corazón estremecerse al oír el silbato quejumbroso<br />

del tren en la noche. Cada uno de ellos quizás estaba pensando que los engorros humanos<br />

no encuentran paz ni de noche y que sobre todo de noche parecen vanos, faltos como<br />

están de las ilusiones de la luz, y también por aquel sentido de precariedad angustiosa que<br />

mantiene suspendida el alma de quien viaja y que nos hace sentir perdidos en la Tierra;<br />

cada uno de ellos, quizás, estaba pensando que la locura enciende los fuegos en las<br />

máquinas negras, y que de noche, bajo las estrellas, los trenes —corriendo por los llanos<br />

oscuros, pasando ruidosos por los puentes, penetrando largos túneles— gritan de vez en<br />

cuando el desesperado lamento de tener que arrastrar así, en la noche, la locura humana,<br />

por las calles de hierro, trazadas para darles un desahogo a sus fieras agitaciones<br />

infatigables.<br />

Silvestro Noli, tras beber a lentos sorbos una taza de leche, se levantó para salir de la<br />

estación por la otra puerta de la cafetería, al fondo de la sala. Quería ir a la playa, respirar<br />

la brisa nocturna del mar, atravesando la amplia calle de la ciudad durmiente.<br />

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