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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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que le había prodigado, los costosos medicamentos que le había comprado, para<br />

asegurarse de que, al menos por eso, no tenía que sentir remordimiento.<br />

Pues bien, Teodoro Piovanelli, abandonado en aquella primera salida a sus recuerdos<br />

de entonces, guiado naturalmente por su instintiva y ejemplar fidelidad, tan crudamente<br />

negada por su difunta mujer, se había parado justamente allí, al principio de Via del<br />

Boschetto.<br />

Se impidió tomar conciencia del pensamiento que le había brotado de repente, es<br />

decir que no sería una traición a la memoria de la mujer, una ruptura del juramento que le<br />

había hecho de no acercarse jamás a otra mujer, si volvía a aquella, que Cesira ya conocía<br />

por su confesión. Aquella no sería otra; aquella ya había sido suya, y no negaría con ella<br />

su fidelidad. Es más, la confirmaría.<br />

No: no quiso decírselo; no quiso proseguir con este razonamiento. Bajó por Via del<br />

Boschetto solamente por curiosidad; por la voluntad amarga de seguir el rastro del tiempo<br />

lejano: sin ningún otro objetivo. Por otro lado, ni sabía si ella aún vivía allí. Era muy<br />

difícil, después de nueve años… Había vuelto a verla tres o cuatro veces por la calle,<br />

vestida pobremente, envejecida, afeada, seguramente había caído aún más bajo; pero,<br />

naturalmente, había fingido no solamente no reconocerla, sino no haberla conocido<br />

nunca.<br />

Cuando, a unos pocos pasos del notorio portón, a la derecha, divisó la ventana<br />

cuadrada del entresuelo con las persianas bajadas, cuyas varillas dejaban entrever luz en<br />

la habitación, Teodoro Piovanelli se turbó profundamente, asaltado por la imagen<br />

imprecisa, viva, del recuerdo lejano… ¡Todo era como entonces! ¿Y ella vivía allí,<br />

todavía? Se acercó al muro, cauto, nervioso, y tras pasar rasante por debajo de la ventana,<br />

levantó la cabeza; distinguió detrás de las persianas una sombra, una mujer… (¿ella?).<br />

Siguió adelante, trastornado, encogido de hombros, con la sangre que le escocía en las<br />

venas, como bajo la inminencia de algo que tuviera que aplastarle.<br />

Violentamente, se le recompuso la conciencia de su estado presente; vio en un<br />

instante con el pensamiento la habitación de los niños y aquel retrato, vigilante y terrible,<br />

de la mujer; y se paró, jadeante, en medio de la carrera que había iniciado. ¡A casa! ¡A<br />

casa!<br />

Pero, delante del portón… sí, ella… ella que había bajado… Annetta, sí. <strong>La</strong><br />

reconoció enseguida. Y ella también lo reconoció a él:<br />

—Doro… ¿tú?<br />

Y le tendió una mano. Él se protegió.<br />

—Déjame… No, por favor… No puedo… Déjame…<br />

—¡Cómo! —dijo ella, riendo y reteniéndolo—. Si has venido a buscarme… Te he<br />

visto, ¿sabes? Querido… querido… ¡Has vuelto! ¡Vamos! ¿Por qué no? Si has vuelto a<br />

mí… Vamos, vamos…<br />

Y lo arrastró a la fuerza dentro del portón, y luego por la escalera, sujetándolo por un<br />

brazo. Él jadeaba, con el corazón alborotado, la mente trastornada. Quería librarse de ella<br />

y no sabía, no sabía cómo hacerlo. Vio la habitación, idéntica también, con el techo<br />

bajo… la cama, la cómoda, el sofá… las oleografías en las paredes…<br />

Pero cuando ella, entre tantas palabras atropelladas de las cuales no oía otra cosa que<br />

no fuera el sonido, le quitó el sombrero y luego el bastón y luego los guantes, e hizo por<br />

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