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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Fuera… fuera… por caridad, deja al alma inmortal fuera… Me sacio de vino a propósito,<br />

porque ya no la quiero, no la quiero dentro de mí… Se la dejo a ustedes, para que la<br />

sientan dentro… Yo no puedo más… no puedo más…<br />

En este punto, una voz dulce llamó desde el fondo de la terraza:<br />

—Señor…<br />

<strong>La</strong>mella se volvió. En el espacio negro de la puerta relucían blancas las amplias alas<br />

de la toca de una hermana de la caridad.<br />

El joven profesor se le acercó y se puso de acuerdo con ella en voz baja; luego los dos<br />

fueron amablemente hacia el borracho y lo levantaron por los brazos.<br />

El profesor Carmelo Sabato —con la camisa abierta, la cabeza oscilante, el rostro<br />

bañado en lágrimas—los miró a los dos, sorprendido, atontado por tanta cortesía<br />

silenciosa; no dijo nada; se dejó llevar, con las piernas vacilantes.<br />

<strong>La</strong> bajada por la oscura y angosta escalera de madera fue difícil: <strong>La</strong>mella, delante,<br />

con casi todo el peso de aquel cuerpo lacio encima; la monja, detrás, encorvada y<br />

aguantando a duras penas aquel peso con ambos brazos, a duras penas.<br />

Finalmente, sosteniéndolo por las axilas, lo introdujeron a través de dos estancias<br />

oscuras en la habitación del fondo, iluminada por dos velas, cuyas débiles llamas<br />

temblaban en las mesitas al lado de la cama de matrimonio.<br />

Rígido, inmóvil en la cama, con los brazos en cruz, estaba el cadáver de la mujer, con<br />

el rostro duro, grave, amoratado por el tornasol de las velas en el techo bajo, opresor de la<br />

habitación.<br />

Otra monja rezaba, arrodillada y con las manos juntas, a los pies de la cama.<br />

El profesor Carmelo Sabato, aún sostenido por las axilas, jadeante, miró a la muerta<br />

durante un buen rato, al borde del terror, en silencio. Luego se giró hacia <strong>La</strong>mella, como<br />

para hacerle una pregunta:<br />

—¿Ah?<br />

<strong>La</strong> monja, sin desdén, con humildad dolida y paciente, le hizo señal de arrodillarse,<br />

así, como hacía ella.<br />

—El alma, ¿eh? —dijo finalmente Sabato, con un sobresalto—. El alma inmortal,<br />

¿eh?<br />

—¡Señor! —le suplicó la otra monja, más anciana.<br />

—¿Ah? Sí… sí… enseguida… —se reanimó, como asustado, el profesor Carmelo<br />

Sabato, poniéndose fatigosamente de rodillas.<br />

Cayó, a gatas, con el rostro en el suelo y se quedó así un rato, golpeándose el pecho<br />

con el puño. Pero de repente, allí, contra el suelo, le salió de la boca un sonido chillón y<br />

desordenado, el estribillo de una canción francesa: «Mets-la en trou, mets-la en trou…», 27<br />

seguido por una sonrisa: hi, hi, hi…<br />

<strong>La</strong>s dos monjas se giraron, horrorizadas; <strong>La</strong>mella se agachó enseguida para arrancarlo<br />

del suelo y arrastrarlo a la habitación vecina; lo sentó en una silla y lo sacudió fuerte,<br />

fuerte, largamente, intimidándolo:<br />

—¡Calle! ¡Calle!<br />

—Sí, el alma… —dijo despacio, jadeando, el borracho—. Ella también… el alma…<br />

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