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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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para los demás. <strong>La</strong> suerte del cerdo no tiene gracia. «Ah», diría yo, «¿me han criado para<br />

eso? Se lo agradezco señores, cómanme delgado».<br />

Pallino en este punto estornudó dos o tres veces, como en señal de aprobación.<br />

Fanfulla se puso muy contento por ello y continuó conversando con él, cada día, mientras<br />

el perrito escuchaba muy serio, hasta que, primero forcejeaba con una pata, luego<br />

levantaba la cabeza y abría la boca en un bostezo seguido por un aullido variado, para<br />

hacerle entender a su dueño que ya era suficiente.<br />

Será por la triste experiencia en casa de papá Colombo, será por culpa de la cola que<br />

le faltaba, será por las enseñanzas de Fanfulla, lo cierto es que Pallino se convirtió en un<br />

perro con carácter, un perro que se hacía notar, no solamente porque no tenía cola, sino<br />

también por su manera peculiar de comportarse entre los animales iguales o superiores a<br />

él.<br />

Era un perro serio, que a nadie inspiraba confianza.<br />

Si algún semejante le iba detrás o se le enfrentaba, bien erguido sobre sus cuatro<br />

patas, como diciéndole: «¿Quién te busca? ¡Déjame ir!».<br />

Y no lo hacía por miedo, sino por desprecio profundo hacia los perros de su pueblo,<br />

tanto machos como hembras.<br />

Al menos así parecía, porque en verano, cuando los turistas venían en gran número<br />

con sus perritos y sus perritas a Chianciano, por el tratamiento de las aguas, Pallino<br />

cambiaba de repente, era sociable, ruidoso, era realmente otro; todo el día daba vueltas<br />

por esta o aquella pensión, dejando tarjetas de visita a su manera, levantando una cadera,<br />

les daba la bienvenida a los perros forasteros, a los huéspedes, que luego acompañaba por<br />

todos lados y que, en caso de necesidad, defendía con ferocidad de las agresiones de los<br />

paisanos.<br />

No podía mover el rabo para saludarlos, y se meneaba, se retorcía, hasta se tiraba al<br />

suelo para invitarlos a retozar. Y los perritos forasteros le respondían con simpatía. En la<br />

ciudad salían atados y con el bozal, aquí, en cambio, estaban libres y sueltos, porque sus<br />

dueños estaban seguros de que no los iban a perder y de que nadie les iba a multar.<br />

Aquellos perritos, en suma, también veraneaban y Pallino era su pasatiempo. Si algún día<br />

tardaba, ellos, en grupos de tres, de cuatro, se presentaban delante de la tienda de Fanfulla<br />

a reclamarlo.<br />

—¡Bistecchino, ten juicio! —le decía Fanfulla, amenazándolo con el dedo—. Estos<br />

señores perros no son para ti. ¡Tú eres un perro de la calle, proletario renegado! No me<br />

gusta que seas el bufón de los perros de los señores.<br />

Pero Pallino no le hacía caso, no podía hacerle caso, especialmente aquel año, porque<br />

entre aquellos señores perros que venían a buscarlo a la tienda, había un primor de perrita,<br />

pequeña como un puño, un copo blanco encrespado, que no se sabía dónde tenía las patas<br />

ni dónde las orejas. Peleona como la que más, a veces mordía de verdad. ¡Unos mordiscos<br />

que ardían y dejaban la marca durante más de un día!<br />

Pero Pallino los recibía con sumo agrado.<br />

Aquella cosita blanca se le deslizaba, aullando, entre las pezuñas, para asaltarlo por<br />

todos lados. Quieto para complacerla, él la seguía con los ojos en aquellos agraciados<br />

movimientos; luego, casi temiendo que se agotara y se pusiera afónica de tanto aullar (¿de<br />

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