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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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<strong>La</strong> penosa cuesta empezó apenas salieron del burgo.<br />

Los dos caballos tiraban de la carroza cerrada, acompañando cada paso dado con<br />

dificultad con un movimiento de la cabeza gacha, y los cencerros oscilantes parecían<br />

medir la lentitud y la pena.<br />

El cochero, de vez en cuando, exhortaba a los pobres y delgados animales con un<br />

largo lamento.<br />

A mitad de camino, ya era de noche.<br />

<strong>La</strong> oscuridad y el silencio, que parecían aguardar un leve ruido en la soledad yerma<br />

de aquellos lugares mal vistos, reclamaron que se despertara el espíritu de Ciunna, aún<br />

empañado por los vapores del vino y deslumbrado por el esplendor del atardecer sobre el<br />

mar.<br />

Poco a poco, a medida que la sombra aumentaba, había cerrado los ojos, casi para<br />

vanagloriarse de que podía dormir. Ahora, en cambio, se encontraba con los ojos abiertos<br />

en la oscuridad del vehículo, mirando el cristal de enfrente, que no cesaba de hacer ruido.<br />

Le parecía como si ahora mismo acabara de salir de un sueño. Y mientras tanto no<br />

encontraba la fuerza para reanimarse, para mover un dedo. Tenía los miembros como de<br />

plomo y una gravedad lúgubre en la cabeza. Casi estaba sentado sobre la espalda,<br />

abandonado, con la barbilla en el pecho, las piernas contra la silla de enfrente y la mano<br />

izquierda hundida en el bolsillo de los pantalones.<br />

¡Oh, qué! ¿Estaba borracho de verdad?<br />

—Para —masculló con la lengua entumecida.<br />

E imaginó, sin moverse, que bajaba del vehículo y vagabundeaba por los campos, en<br />

la noche, sin dirección. Oyó ladrar a lo lejos y pensó que aquel perro le ladraba a él,<br />

errante por el valle.<br />

—Para —repitió poco después, casi sin voz, volviendo a bajar los párpados lentos<br />

sobre los ojos.<br />

¡No! Tenía que saltar del vehículo, en silencio, sin que parara y sin hacerse ver por el<br />

cochero; esperar a que el vehículo se alejara un poco por la calle empinada y luego<br />

meterse en el campo y correr, correr hasta el mar, al fondo.<br />

Pero no se movía.<br />

—¡Plumf! —intentó decir algo con aquella lengua entorpecida.<br />

De repente, un relámpago en el cerebro lo hizo saltar, y con la mano derecha<br />

convulsa empezó a rascarse rápidamente la frente:<br />

—<strong>La</strong> carta… la carta…<br />

Había dejado la carta para su hijo sobre la almohada de la cama. <strong>La</strong> veía. En aquel<br />

momento, en casa, todos lo lloraban. Todo el pueblo, en aquel momento, conocía la<br />

noticia de su suicidio. ¿Y el inspector? Seguramente el inspector había ido: «Le habrán<br />

entregado las llaves; se habrá dado cuenta de la ausencia en la caja. <strong>La</strong> humillante<br />

suspensión, la miseria, el ridículo, la cárcel».<br />

Mientras, el carruaje continuaba avanzando, con pena.<br />

No, no. Movido por un estremecimiento angustioso, Ciunna hubiera querido pararlo.<br />

¿Y entonces? No, no. ¿Saltar del vehículo? Sacó la mano izquierda del bolsillo y con el<br />

pulgar y el índice se aferró el labio inferior, como para reflexionar, mientras con los otros<br />

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