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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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con mis pies si no me provocaras asco y piedad al mismo tiempo! ¡Mírame a los ojos!<br />

¡Mírame! ¿Quién te dará dinero para comer? ¿Para sepultar a tu hija? ¡Ve, ve a la iglesia,<br />

pídeselo a aquella Virgen vestida como una ramera!<br />

Se quedó mirándolo con ojos terribles, luego, como si al mirarlo hubiera ya madurado<br />

una venganza feroz, estalló en una carcajada de escarnio y repitió tres veces, con<br />

desprecio creciente:<br />

—Bestia… bestia… bestia…<br />

Y se marchó.<br />

Don Nuccio cayó de rodillas, sin fuerzas. ¿Cuánto tiempo se quedó allí, como un saco<br />

vacío? ¿Quién lo llevó a la iglesia, frente al altar de la Virgen? Se encontró allí, como en<br />

un sueño, postrado, con el rostro sobre el escalón del nicho, luego, levantándose sobre las<br />

rodillas, un flujo de palabras que ni le parecieron suyas le brotó fervoroso, impetuoso, de<br />

los labios:<br />

—He sufrido tanto, he visto tanto y aún no he terminado… Virgen Santa, ¡y siempre<br />

la he honrado! No ha querido que muriera yo primero: ¡que se haga Su santa Voluntad!<br />

¡Mándeme y siempre, hasta el final, obedeceré! Yo mismo, con mis manos, he venido a<br />

ofrecerle a mi última hija, mi última sangre: cójala pronto, Madre de los afligidos, ¡no la<br />

haga sufrir más! Lo sé, no estamos solos ni abandonados: tenemos Su preciosa ayuda y<br />

nos encomendamos a estas manos piadosas y benditas. Santas manos, manos que curan<br />

todas las heridas: ¡beata la cabeza donde se posarán en el Cielo! Estas manos, si soy<br />

digno de ellas, me ayudarán a ocuparme de mi hija. Virgen Santa, los cirios y el ataúd…<br />

¿Cómo haré? Usted lo hará, usted proveerá, ¿verdad? ¿Es verdad?<br />

De repente, en el delirio de la oración, vio el milagro. Una risa muda, casi de loco, se<br />

le alargó desmesuradamente en el rostro transfigurado.<br />

—¿Sí? —dijo, y enmudeció enseguida, doblándose hacia atrás, aterrado, sentando<br />

sobre sus talones con los brazos cruzados en el pecho.<br />

En el rostro de la Virgen la sonrisa de los ojos y de los labios se había vuelto viva en<br />

un instante; en los ojos le ardía la sonrisa de los labios y de aquellos labios vio salir una<br />

palabra, sin sonido alguno:<br />

—Coge.<br />

Y la Virgen movía la mano de la cual colgaba un rosario de perlas y de oro:<br />

—Coge —repetían los labios, más visiblemente, porque él permanecía allí, como de<br />

piedra. Aquellos labios estaban vivos, Dios, vivos; y con tan vivo, vivo y apremiante<br />

gesto de la mano y de la cabeza —ahora también de la cabeza—, acompañaba el<br />

ofrecimiento, que se sintió forzado a avanzar hacia delante, a alargar una mano<br />

temblorosa hacia la mano de la Virgen, y estaba a punto de recibir el rosario cuando<br />

desde la sombra de la otra nave de la iglesia, un grito retumbó como un trueno:<br />

—¡Ah, ladrón!<br />

Y don Nuccio cayó, fulminado.<br />

Enseguida llegó un hombre, voceando, lo aferró por los brazos, lo puso de pie,<br />

sacudiéndole, pegándole.<br />

—¡<strong>La</strong>drón! ¡Viejo y ladrón! ¿En la casa de Dios? ¿Despojar a la santa Virgen?<br />

¡<strong>La</strong>drón! ¡<strong>La</strong>drón!<br />

E, increpándolo así y escupiendo en su rostro, lo arrastraba hacia la puerta de la<br />

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