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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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aquella deliciosa frescura de sombra sazonada con fragancias agudas, aquel silencio lleno<br />

de bramidos, de chillidos de grillos, de risas de ríos.<br />

Sin embargo, charlando entre ellos, todos hacían un cálculo aproximado, como San<br />

Romé, que permanecía en silencio y se volvía poco a poco más hosco y más nervioso. Por<br />

el camino que ya habían recorrido, se preguntaban a qué punto de la calle que va de Sarli<br />

a Gori podía haber llegado Pepi en aquel momento. Sin duda Dora iría lentamente hacia<br />

él, bajando desde Gori. Luego, seguramente, al reconocerse de lejos, dejarían la calle —<br />

ella desde arriba y él desde abajo—, y bajarían al valle boscoso del Sarnio para<br />

encontrarse, sin dolor de cabeza, protegidos por los árboles.<br />

Todas estas suposiciones se dibujaban tan vivas en la mente de San Romé que le<br />

parecía ver a aquellos dos que caminaban hacia el encuentro, que se reían de él, cada uno<br />

en su interior y luego conjuntamente. Y abría y cerraba las manos, hundiendo las uñas en<br />

las palmas; entonces, notando que los demás se daban cuenta de su inquieto malhumor y<br />

que ahora no se quejaban de él, como si les pareciera naturalísimo, volvía a acercarse al<br />

grupo y se esforzaba en hablar, alejando la imagen viva, nítida, de aquella traición que le<br />

parecía cometida contra él, más que contra el hermano lejano e ignorante. Pero poco<br />

después, de repente, como no consiguiera interesarse por aquellos discursos vacíos,<br />

aquella imagen volvía a asaltarlo y se sentía humillado por aquella gente que, sabiendo<br />

qué suplicio representaba para él aquella excursión, le sonreía para mostrarse agradecida<br />

por el placer que le había procurado, y le preguntaba unas cosas, unas cosas… Tani, por<br />

ejemplo, de momento, creía que un árbol había sido golpeado por un rayo. ¿Por qué?<br />

Porque parecía que aquella cepa bífida hiciera los cuernos… ¿No? ¿Y por qué, entonces,<br />

más tarde, cuando al fin llegaron a Roccia Balda y todos, desde lo alto, admiraban la<br />

maravillosa vista del valle del Sarnio, por qué la generala quiso saber de él cómo se<br />

llamaban aquellos dos picos cenicientos, más allá del amplio valle? ¡Para que viera que<br />

incluso los dos picos del Monte Merlo hacían los cuernos, de lejos! ¿No? ¿Y por qué,<br />

entonces, después del desayuno, aquel lindo señor Raspi sacó el pañuelo del bolsillo, hizo<br />

cuatro pequeños nudos en las esquinas y se lo puso en la cabezota sudada? Para mostrarle,<br />

él también, aquellos dos bellos cuernos en la frente…<br />

Cuernos, cuernos, aquel día San Romé no vio otra cosa que cuernos, en cualquier<br />

lugar. Casi los tocó con sus propias manos cuando, por la tarde, después de haber<br />

acompañado al grupo hasta Sarli por el camino más corto y subiendo solo por la calle<br />

hasta Gori, de pronto, entre los castaños del valle, divisó a Pepi, sentado y absorto, sin<br />

duda, en el recuerdo de la alegría reciente.<br />

Se detuvo, pálido, febril, con los dientes apretados, los puños cerrados, perplejo, entre<br />

dos sentimientos: entre la prudencia y el deseo impetuoso de lanzarse abajo, saltar encima<br />

de aquel imbécil, pegarle y vengarse así de la tortura de todo aquel día. Pero, en aquel<br />

momento, le llegó desde la calle una vocecita límpida y apasionada que cantaba un aria<br />

que conocía muy bien. Se giró de golpe y vio a su cuñada que iba hacia él, con la cabeza<br />

lánguidamente apoyada en el hombro de un hombre que la cogía por la cintura.<br />

Roberto San Romé sintió que le fallaban las piernas.<br />

—¡Cesare! —gritó asombrado.<br />

Su hermano, que estaba mirando en éxtasis las primeras estrellas en el cielo<br />

crepuscular, mientras su lánguida mujer cantaba, se sobresaltó con el grito y se le acercó<br />

con Dora, que al verlo estalló en una de sus interminables carcajadas.<br />

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