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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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se habían ido, resoplando indignados, declarando que estaban muy cansados por todo lo<br />

que habían hecho en aquellos dos tremendos días. Y lo habían dejado solo allí, solo, Dios<br />

santo, con una ama de llaves muy… sí, muy joven; su padre, que en paz descanse, había<br />

tenido la debilidad de hacerla venir recientemente de Nápoles y ella ya lo llamaba con<br />

cariño pegajoso «don Arturí».<br />

Por cada cosa que le iba mal, don Arturo ya había adquirido la costumbre de hacer<br />

una mueca y resoplar dos o tres veces, muy despacio, pasándose las puntas de los dedos<br />

por las cejas. Ahora, pobrecito, a cada don Arturí…<br />

¡Ah, aquellas cuatro hermanas! ¡Aquellas cuatro hermanas! Siempre lo habían mirado<br />

mal, desde pequeño; en verdad nunca habían podido soportarlo, quizás porque era el<br />

único varón y el último hijo, quizás porque ellas, pobrecitas, las cuatro eran feas, a cuál<br />

más fea, mientras él era bello, delgado, de pelo rubio y rizado. Su belleza les tendría que<br />

parecer a ellas el doble de superflua, porque era hombre y porque estaba destinado desde<br />

la infancia, para su placer, al sacerdocio. Preveía que habría escenas desagradables,<br />

escándalos y peleas en el momento de la repartición de la herencia. Los cuñados ya<br />

habían hecho poner los sellos a la caja fuerte y al escritorio en el banco del suegro,<br />

muerto sin haber hecho testamento.<br />

¿Y de qué servía echarle en cara a él lo que los ministros de Dios habían estimado<br />

justo y oportuno pretender de su padre, para que muriera como un buen cristiano? Por<br />

cruel que fuera para su corazón de hijo, tenía que reconocer que su padre había ejercido la<br />

usura durante muchos años y sin aquella discreción que puede, en parte, atenuar el<br />

pecado. Es cierto que con la misma mano con la cual había quitado, luego había dado y<br />

no poco. Pero no se trataba, en realidad, de dinero suyo. Y por eso tal vez los sacerdotes<br />

de Montelusa habían considerado necesario otro sacrificio, al final. Él, por su parte, se<br />

había consagrado a Dios para expiar con la renuncia a los bienes de la tierra el gran<br />

pecado en el cual su padre había vivido y muerto. Y ahora tenía muchos escrúpulos por lo<br />

que le tocaría de la herencia paterna y se proponía pedir consejo a algún superior suyo, a<br />

monseñor <strong>La</strong>ndolina por ejemplo, director del colegio de los oblatos, santo hombre, su<br />

confesor, de quien conocía bien el fervor de caridad, ejemplar y ardiente.<br />

Mientras tanto, todas aquellas visitas lo incomodaban.<br />

Por su apariencia, dada la calidad de los personajes, representaban para él un honor<br />

inmerecido; mientras por el fin recóndito que las guiaba, constituían una humillación<br />

cruel.<br />

Casi temía ofender si agradecía aquella apariencia de honor que se le dirigía; si no<br />

agradecía en absoluto, temía descubrir demasiado su humillación y parecer descortés por<br />

partida doble.<br />

Por otro lado, no sabía bien qué le querían decir todos aquellos señores, ni qué<br />

contestar ni cómo arreglárselas. ¿Y si se equivocaba? ¿Y si cometía, sin querer, algún<br />

error?<br />

Quería obedecer a sus superiores, siempre y en todo. Así, sin consejos, se sentía<br />

perdido entre toda aquella gente.<br />

Tomó entonces la decisión de despatarrarse en un sofá desvencijado, al fondo de la<br />

habitación polvorienta y sin adornos, casi completamente oscura y fingir, al menos al<br />

principio, que estaba tan deshecho por el dolor y por el cansancio del viaje, que podía<br />

recibir aquellas visitas solamente en silencio.<br />

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