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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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—Momo —contestó tu mujer— no podía dejarme lo que no le pertenecía.<br />

—¿Cómo que no? —he exclamado yo—. ¿En qué piensa ahora?<br />

—¿Quiere que no piense en ello? Póngase en mi lugar… ¿Ve cómo me he quedado?<br />

—Perdone, si usted no quiere considerarme a mí, a la casa que es suya, a la óptima<br />

compañía que pueden ofrecerle tanto su hermana como su señor cuñado…<br />

—Yo le doy las gracias, señor Tommaso, y me declaro muy agradecida para toda la<br />

<strong>vida</strong>. Pero ya no puedo aceptar su ayuda… Piense en ello y me entenderá… Por ahora no<br />

me siento capaz de decirle más… Volveremos a hablar del tema, si no le sabe mal, en<br />

otro momento.<br />

Me he quedado aturdido, Momito, como si me hubieran dado una buena colleja. Tu<br />

mujer se ha levantado y se ha escapado para esconderme una nueva explosión de llanto.<br />

He mirado al señor Postella, que ha renovado la mirada con aire de triunfo, como si<br />

quisiera decir: «¿Ve que los términos de la carta eran suyos?». Luego ha cerrado los ojos<br />

y ha abierto de nuevo los brazos, pero con otra expresión, encogiendo los hombros, como<br />

diciendo:<br />

«¡Ella es así! Hay que compadecerla…».<br />

Segundo gran suspiro de tu cuñada.<br />

Estaba a punto de coger el sombrero y el paraguas cuando el señor Postella, con una<br />

señal de la mano, me indicó que esperara, misteriosamente. Fue a la habitación que ya se<br />

ha convertido en suya, y volvió poco después con una cajita en la mano donde estaban tus<br />

tres anillos, el reloj de oro con la cadena, dos broches y la tabaquera de plata.<br />

—Señor Aversa, por si quisiera un recuerdo de su amigo…<br />

—¡Gracias, no se preocupe! —me he apresurado a decirle—. Querido señor Postella,<br />

no lo necesito.<br />

—Lo entiendo perfectamente… Pero sabe que siempre alegra poseer algo que<br />

pertenecía a un ser querido…<br />

—Gracias, gracias, no: vaya a guardarlos, señor Postella.<br />

—Si lo hace por Giulia —ha insistido tu cuñado— le hago notar que siendo objetos<br />

de hombre, creo que… Mire, coja el reloj…<br />

—¡Pero si no quiere nada! —se arriesgó a suspirar en este punto la mujer de Postella.<br />

—¡No te entrometas! —le dijo enseguida el marido—. El señor Tommaso lo hace por<br />

educación. Solo el reloj, vamos… cójalo…<br />

—¿Me permites? —retomó con timidez la mujer—. Este reloj, Casimiro mío, al<br />

pobre Momo se lo había regalado precisamente el señor Tommaso, cuando volvió de su<br />

viaje a Suiza…<br />

—¿Ah, sí? —dijo el señor Postella, dirigiéndose hacia mí, casi con estupor, y me<br />

pareció que el instinto cazador le brillaba en los ojos—. ¿Ah, sí? Perdone, y entonces<br />

explíqueme: ¿oye qué ruido hace?<br />

Y me ha tocado, Momito, explicarle el aparato de tu reloj automático, el martillito<br />

que salta con el movimiento de la persona y así carga la máquina sin la necesidad de la<br />

otra cuerda, etcétera. Te ahorro las frases admirativas del señor Postella.<br />

El oso sueña con peras, Momito, y de aquí a unos meses (o quizás menos) si por<br />

casualidad quisieras saber qué hora es, ve a preguntárselo a tu cuñado, ve.<br />

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