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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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sí… aquella con los lazos rojos… no, la otra, la otra… y los baberos, y las camisitas, y el<br />

vestido largo, bordado, para el bautizo, con seda roja… roja, sí, porque era niño, era niño<br />

su Nillì… y…<br />

Se abandonó de pronto; cayó en la cama, boca arriba. En la exaltación de aquella<br />

fiesta, tal vez inesperada, se consumió enseguida aquel último hilo de alma, retenido a la<br />

fuerza para ellos.<br />

Aterrados por aquel derrumbe imprevisto en la cama, los dos se apresuraron a<br />

levantarla.<br />

Estaba muerta.<br />

Se miraron. Cada uno clavó en el alma del otro entonces, hasta el fondo, con aquella<br />

mirada, la hoja de un odio inextinguible.<br />

Fue un instante.<br />

El remordimiento, por ahora, los sobrecogía. Tendrían tiempo para lacerarse. Toda la<br />

<strong>vida</strong>. Por el momento, aquí, era necesario mantener un acuerdo: ocuparse de la víctima,<br />

ocuparse del niño.<br />

No podían llorar, uno frente al otro. Sentían que si, aun fugazmente, en el fragor de la<br />

agitación, ambos cedían al sentimiento, al escuchar el llanto del otro estallaría la<br />

violencia; cada uno se lanzaría a la garganta del otro para ahogar aquel llanto. ¡No tenían<br />

que llorar! Ambos temblaban; no podían ni mirarse. Sentían que no podían permanecer<br />

así, mirando a la muerta con los ojos bajos; ¿pero, cómo moverse? ¿Cómo hablar entre<br />

ellos? ¿Cómo asignarse los respectivos papeles? ¿Quién de los dos tenía que ocuparse de<br />

la muerta, del funeral? ¿Quién de los dos se ocuparía del niño, de conseguirle una<br />

nodriza?<br />

¡El niño!<br />

Estaba allí, en la cuna. ¿De quién era? Al morir su madre, se quedaba con ellos dos.<br />

¿Pero, cómo? Sentían que ninguno de ellos podía acercarse a aquella cuna. Si uno daba<br />

un paso hacia ella, el otro lo agarraría para que retrocediera.<br />

¿Cómo proceder? ¿Qué hacer?<br />

Apenas lo habían entrevisto, entre los velos, róseo, plácido en el sueño.<br />

<strong>La</strong> vieja vecina dijo:<br />

—¡Cuánto sufrió! ¡Y nunca un lamento en los labios! ¡Ah, pobre criatura! Dios no le<br />

tenía que haber negado el consuelo del hijo, después de todo lo que había pasado por él.<br />

¡Pobre, pobre criatura! ¿Y ahora? Por mí, si quieren… aquí estoy…<br />

Asumió la responsabilidad de ocuparse del cadáver, junto con otras vecinas. Con<br />

respecto al niño… Querían enviarlo a un hospicio, ¿verdad? Pues bien, ella conocía a una<br />

nodriza, una campesina de Alatri, que había venido a parir al Hospital de San Juan; había<br />

salido varios días atrás; el hijo se le había muerto, y aquella misma noche partiría para<br />

Alatri: era una joven excelente; casada; su marido se había ido a América, pocos meses<br />

antes; era sana, fuerte; el hijo había muerto por desgracia, durante el parto, no por<br />

enfermedad. Podían hacerla examinar por un médico; pero no era necesario. Ya el niño,<br />

desde hacía dos días, se había ligado a ella, porque la pobre mamá no podía criarlo,<br />

reducida como estaba a aquel estado.<br />

Los dos dejaron hablar a la vieja, aprobando cada propuesta con la cabeza, después de<br />

haberse mirado un instante de reojo, contrariados. No podía darse una ocasión más<br />

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