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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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alisaba con dos dedos, muy delicadamente, casi la custodiaba con el alma y con el aliento,<br />

y, al dejarla, por la noche, la confiaba a las primeras estrellas que brotaban en el cielo<br />

crepuscular, para que junto a todas las demás la vigilaran durante la noche. Y justamente<br />

con los ojos de la mente, desde lejos, veía a su brizna de hierba, entre las dos piedras, bajo<br />

las estrellas densas y brillantes en el cielo negro, que la vigilaban.<br />

Pues bien, aquel día, había llegado a la hora habitual para pasar una hora con su<br />

brizna de hierba; cuando estaba a pocos pasos de la iglesia, había divisado, detrás de esta,<br />

sentada sobre una de las dos piedras, a la señorita Olga Fanelli, que tal vez estaba<br />

descansado un poco, antes de retomar el camino.<br />

Se había parado, sin osar acercarse, para esperar que ella, una vez descansada, le<br />

dejara el sitio. Y de hecho, poco después, la señorita se había levantado, quizás molesta<br />

por ver que él la espiaba: había mirado un poco a su alrededor, luego, distraída, alargando<br />

una mano, había arrancado precisamente aquella brizna de hierba y se la había puesto<br />

entre los dientes con el penacho oscilante.<br />

Tommasino Unzio se había sentido arrancar el alma e irresistiblemente le había<br />

gritado «¡Estúpida!» cuando ella había pasado por delante suyo, con aquella brizna en la<br />

boca.<br />

Por tanto, ¿podía confesar que había insultado así a aquella señorita por una brizna de<br />

hierba?<br />

Y el teniente De Venera lo había abofeteado. Tommasino estaba cansado de su inútil<br />

<strong>vida</strong>, cansado del estorbo de su estúpida carne, cansado de las burlas que todos le dirigían<br />

y que se volverían más acerbas y más obstinadas si él, después de las bofetadas, se negara<br />

al duelo. Aceptó el reto, pero con el requisito de que las condiciones del duelo fueran<br />

gravísimas. Sabía que el teniente De Venera era un excelente tirador. Cada mañana daba<br />

prueba de ello, durante los entrenamientos. Y quiso batirse con la pistola, a la mañana<br />

siguiente, al alba, justamente allí, en el recinto de tiro.<br />

Una bala en el pecho. <strong>La</strong> herida, al principio, no pareció tan grave; luego sí lo fue. <strong>La</strong><br />

bala había perforado el pulmón. Una gran fiebre; el delirio. Cuatro días y cuatro noches<br />

de cuidados desesperados.<br />

<strong>La</strong> señora Unzio, religiosísima, cuando los médicos finalmente declararon que no<br />

había nada más que hacer, rezó, suplicó a su hijo para que, al menos antes de morir, se<br />

reconciliara con Dios. Y Tommasino, para contentar a su madre, aceptó recibir a un<br />

confesor.<br />

Cuando este, en el lecho de muerte, le preguntó:<br />

—¿Pero, por qué, hijo mío? ¿Por qué?<br />

Tommasino, con los ojos entornados, con la voz apagada, en un suspiro que también<br />

era una sonrisa muy dulce, le contestó simplemente:<br />

—Padre, por una brizna de hierba…<br />

Y todos creyeron que deliraba hasta el final.<br />

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