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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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oca abierta y los ojos asombrados.<br />

Pero los jueces, desafortunadamente, quisieron mantenerse con los pies en la tierra,<br />

quizás como reacción a los vuelos demasiado sublimes del abogado defensor. Con<br />

presunción irritante sentenciaron que las teorías, todavía inciertas, deducidas de<br />

fenómenos así llamados espiritistas, no habían sido aún aceptadas y admitidas por la<br />

ciencia moderna, eminentemente positivista; que, por otro lado, considerando con mayor<br />

atención el proceso, si por el artículo 1.575 el arrendador estaba obligado a garantizar al<br />

arrendatario el disfrute pacífico de la casa arrendada, en el caso en examen, ¿cómo<br />

hubiera podido el mismo arrendador garantizar que la casa no tendría espíritus, que son<br />

sombras errantes e incorpóreas? ¿Cómo echar a las sombras? Y, por otro lado, con<br />

respecto al artículo 1.577, ¿los espíritus podían constituir uno de aquellos problemas<br />

ocultos que impiden el uso de la vivienda? ¿Qué remedios podría utilizar el arrendador<br />

contra ellos? Sin duda, entonces, las razones de los demandantes habían de ser<br />

rechazadas.<br />

El público, aún conmovido y profundamente impresionado por las revelaciones del<br />

abogado Zummo, desaprobó por unanimidad esta sentencia, que en su mezquindad,<br />

aunque presuntuosa, sonaba irrisoria. Zummo despotricó contra el tribunal con tal<br />

explosión de indignación que por poco no fue arrestado. Furibundo, libró a los Piccirilli<br />

de la compasión general, proclamándolos, en medio de la multitud que aplaudía, mártires<br />

de la nueva religión.<br />

Mientras tanto Granella, el propietario de la casa, se complacía con maligna alegría.<br />

Era un hombre grueso, de unos cincuenta años, adiposo y sanguíneo. Con las manos<br />

en los bolsillos, gritaba fuerte a quien quisiera oírlo, que aquella misma noche se iría a<br />

dormir a la casa de los espíritus, ¡solo! Solo, solo, sí, porque la vieja sirvienta que llevaba<br />

tantos años con él, por causa de aquella infamia de los Piccirilli, lo había plantado,<br />

declarándose dispuesta a servir donde fuera, hasta en una gruta, menos en aquella pobre<br />

casa, infamada por aquellos señores. Y no había podido encontrar en todo el pueblo a otra<br />

sirvienta o sirviente que tuviera coraje para estar con él. ¡Este era el bonito favor que le<br />

habían hecho aquellos impostores! ¡Era una casa perdida, como en ruinas!<br />

Pero ahora él le demostraría a todo el pueblo que el tribunal, condenando a aquellos<br />

imbéciles a los gastos y a la indemnización de los daños, le había tratado con justicia.<br />

¡Allí, él solo! ¡Quería verlos cara a cara, a aquellos señores espíritus!<br />

Y resonaban sus carcajadas.<br />

VI<br />

<strong>La</strong> casa de Granella estaba en el barrio más alto de la ciudad, en la cima de la colina.<br />

<strong>La</strong> ciudad tenía una puerta allí arriba, cuyo nombre árabe, que se había vuelto muy<br />

extraño en la pronunciación popular, Bibirrìa, quería decir Puerta de los Vientos.<br />

Afuera de esta puerta había un amplio patio, desolado, y allí se encontraba, solitaria,<br />

la casa de Granella. Enfrente había solamente un almacén abandonado, cuyo portón<br />

podrido y desquiciado no cerraba bien, y donde solamente de vez en cuando algún<br />

carretero se aventuraba a pasar la noche, para resguardar el carro o la mula.<br />

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