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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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LA SALIDA DEL VIUDO<br />

I<br />

Tantas veces la señora Piovanelli, conversando con su marido después de cenar,<br />

había expresado el deseo de que si, por desgracia, uno de los dos muriera antes de tiempo,<br />

¡que muriera él! Él, él, sí, en vez de ella. Por el bien de los hijos, no por ella, por<br />

supuesto.<br />

¡Con qué sonrisa Teodoro Piovanelli había recibido este deseo de su mujer, haciendo<br />

pelotitas de migas sobre el mantel!<br />

Grueso y dócil y de modos gentiles, cada vez que se tocaba el tema se le abría una<br />

herida en el alma; sonreía para disimular la sensación agria y con los tranquilos y pálidos<br />

ojos, que se le enternecían afligidos entre el rubio rojizo de las cejas y del pelo, parecía<br />

que preguntara: «Pero, ¿por qué? ¿Por qué? ¡Vamos! ¿Por qué siempre es mejor para los<br />

hijos, es decir, no mejor: menos malo (sostenía la mujer) que se muera el padre y no la<br />

madre?».<br />

—¿No sería mejor que no se muriera nadie? —arriesgaba entonces Piovanelli, con la<br />

misma sonrisa—. ¿Me permites que hable? Digo yo, está bien, la madre es la madre.<br />

Madre solo hay una. Y vale cien, ¿qué digo: cien?, mil veces más que el padre para los<br />

hijos; ¿está bien? Pero el amor… el amor es una cosa, es la… la, cómo se llama: la<br />

manutención…<br />

—¿Qué tiene que ver la manutención? —saltaba la mujer.<br />

Y Piovanelli, enseguida:<br />

—¿Me permites que hable? Digo yo… ¡en general, entendámonos! ¡No estamos<br />

hablando de nosotros ahora que, gracias a Dios, estamos bien! En general. Pongamos: una<br />

casa sin bienes, que vive únicamente de lo poco que gana el padre de familia, si este<br />

muere, supongamos… ¿Cómo hará la viuda para mantener a los hijos?<br />

—¡Oooh! —respiraba la mujer, inclinándose hacia atrás y extendiendo las manos,<br />

como para decir que ahí quería llegar—. Te sigo en tu razonamiento. ¿Qué es lo peor que<br />

podría hacer esta viuda? Dime, te lo dejo decir a ti.<br />

—Eh… —decía Piovanelli y se encogía de hombros para no decir nada, seguro de<br />

que aunque dijera lo que la mujer quería, esta lo empujaría siempre a reconocer que él no<br />

tenía razón.<br />

—¿Casarse de nuevo, verdad? —preguntaba, de hecho, la mujer—. Pues bien: para<br />

los hijos es cien mil veces menos malo que la madre vuelva a casarse, a que lo haga el<br />

padre, porque es siempre cien mil veces mejor un padrastro que una madrastra.<br />

¡Cualquiera lo sabe!<br />

—Está bien, de acuerdo… pero, ¿me permites que hable? —y Piovanelli se retorcía<br />

como un perrito que ruega perdón—. ¡Perdóname! ¿Pero no te parece que, al decir esto,<br />

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