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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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—¿Y no rezas el rosario? ¡Hablas tanto de Dios!<br />

—Ya he rezado. Mi rosario está en el cielo. Un avemaría por cada estrella.<br />

—Ah, ¿por eso las cuentas?<br />

—Por eso. Buenas noches.<br />

Simone <strong>La</strong>mpo, tranquilizado por estas palabras, apagó la vela. Y poco después los<br />

dos estaban durmiendo.<br />

Al amanecer, los primeros gorjeos de los pájaros aprisionados despertaron enseguida<br />

al vagabundo, que de la silla se había tumbado en el suelo para dormir. Simone <strong>La</strong>mpo,<br />

que estaba acostumbrado a aquel trino, roncaba todavía.<br />

Nàzzaro fue a despertarlo.<br />

—Don Simo’, los pájaros nos llaman.<br />

—¡Ah, ya! —dijo Simone <strong>La</strong>mpo, despertándose sobresaltado y entornando los ojos<br />

a la vista de Nàzzaro.<br />

No se acordaba de nada. Condujo a su compañero a la otra habitación y, una vez<br />

abierta la saetera en el tabique, ambos bajaron por la escalera de madera y llegaron a la<br />

planta inferior, envuelta en el hedor del estiércol de todos aquellos animalitos encerrados.<br />

Los pájaros, asustados, empezaron a chillar a la vez, volando hacia el techo con gran<br />

tumulto de alas.<br />

—¡Cuántos hay! ¡Cuántos! —exclamó Nàzzaro, con piedad, con las lágrimas en los<br />

ojos—. ¡Pobres criaturas de Dios!<br />

—¡Y había más! —exclamó Simone <strong>La</strong>mpo, meciendo la cabeza.<br />

—¡Don Simo’, usted merecería la horca! —le gritó aquel, mostrándole los puños—.<br />

¡No sé si bastará la expiación que haremos! ¡Vamos! Habrá que enviarlos todos a una<br />

habitación, antes.<br />

—No es necesario. ¡Mira! —dijo Simone <strong>La</strong>mpo, aferrando un haz de cuerdas que, a<br />

través de un sistema complicadísimo, mantenían las rejas pegadas a las ventanas y a los<br />

ventanales.<br />

Se colgó del haz, ¡y abajo! <strong>La</strong>s rejas, con el tirón, cayeron todas al mismo tiempo con<br />

un ruido endemoniado.<br />

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Ahora! ¡Libertad! ¡Libertad!<br />

Los pájaros, aprisionados allí desde hacía meses, en aquel desorden súbito,<br />

consternados, suspendidos sobre el bramido de sus alas, al principio no supieron volar:<br />

fue necesario que algunos, más valientes, se lanzaran afuera como flechas, con un grito de<br />

júbilo y miedo a la vez; los otros los siguieron, en bandadas, en gran confusión y al<br />

principio se esparcieron, como para recuperarse un poco del aturdimiento, sobre los<br />

bordes de los tejados, las torres de las chimeneas, los alféizares de las ventanas, las<br />

barandas de los balcones del vecindario, despertando abajo, en la calle, un gran clamor<br />

ante la maravilla, al cual Nàzzaro (que lloraba por la emoción) y Simone <strong>La</strong>mpo<br />

contestaban gritando por las habitaciones ya vacías:<br />

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Libertad! ¡Libertad!<br />

Entonces ellos también se asomaron para gozar del espectáculo de la calle invadida<br />

por todos aquellos pajaritos liberados, a la luz nueva del amanecer. Pero ya algunas<br />

ventanas se abrían; algunos chicos, algunas mujeres intentaban aferrar a este o a aquel<br />

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