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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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hijas con su presencia y sus quejas. ¡Porque además se quejaba! Seguro. Unos lamentos<br />

modulados, en el sueño. <strong>La</strong> debilidad la hacía lamentarse así, bestialmente, apenas<br />

entornaba los ojos. Por eso se esforzaba todo lo que podía en mantenerlos abiertos.<br />

¡Y qué espectáculo, entonces! Aquella habitación parecía una tumba. Sin aire, sin luz,<br />

en el entresuelo, en una de las calles más viejas y más angostas, cerca de Piazza Navona.<br />

(¡Y desde la plaza, llena de sol en los días claros, los ruidos de la <strong>vida</strong> llegaban a aquella<br />

tumba!).<br />

<strong>La</strong> señora Maddalena deseaba tanto ir a vivir lejos, tal vez a la periferia, por no poder<br />

ir adonde quería. Se contentaría incluso con vivir en una planta alta, en una habitación<br />

más pequeña, no tan oprimida por los edificios de enfrente. Pero allí los alquileres eran<br />

más bajos y la tienda donde Adelaide tenía que ir cada mañana estaba más cerca; cuando<br />

iba.<br />

En aquella habitación había tres camas, una cómoda, una mesita, un sofá y cuatro<br />

sillas. Y olor a pegamento, tufo a cerrado. <strong>La</strong> pobre Nenè no tenía tiempo ni ganas, a<br />

decir verdad, de hacer un poco de limpieza. Se podía escribir con el dedo en la cómoda de<br />

lo polvorienta que estaba. Había trapos y recortes en el suelo. Y el espejo, encima de la<br />

cómoda hasta el verano pasado, estaba bordado por las moscas. Pero si aquella pobre hija<br />

no se ocupaba ni de su aspecto…<br />

Ahí estaba, a sus anchas, sin el sujetador, en camisola y con el corpiño desabrochado,<br />

el pelo despeinado que le caía por todos lados. ¡Pero qué senos y qué aire de juventud!<br />

Quizás había engordado un poco: ¡pero aún era tan hermosa! Tal vez un poco menos<br />

que su hermana mayor, que tenía un rostro de Madonna, antes que la enfermedad se lo<br />

hinchara tanto. Pero Adelaide ya tenía treinta y seis años. Nenè diez menos, porque entre<br />

una y la otra había habido tres varones que el buen Dios había querido llevarse consigo.<br />

Los hombres, que hubieran podido sustentar la casa y alcanzar fácilmente un estatus,<br />

habían muerto; y aquellas dos pobres hijas, en cambio, que le habían procurado y aún le<br />

procuraban tantas preocupaciones, ellas sí, le habían quedado. ¡Y no habían encontrado,<br />

en tantos años, hermosas como eran y sabias y modestas y trabajadoras, a un hombre con<br />

quien casarse! ¡Sin embargo, oh, se celebraban tantos matrimonios! ¡Cuántas bolsitas,<br />

cuántas cajitas, cada día! Sus hijas preparaban las bolsitas y las cajitas para otras mujeres,<br />

siempre.<br />

Solamente un hombre se había propuesto, el invierno pasado: ¡un tipo interesante! Un<br />

viejo empleado retirado, con el pelo teñido; tenía que haber ahorrado —quién sabe cómo<br />

— una buena suma de dinero, porque lo prestaba a usura. Nenè había dicho que sí solo<br />

para que su madre cerrara los ojos menos desesperadamente. Pero luego se vio claramente<br />

que no deseaba casarse con aquel hombre y que en cambio… Sí, de repente, se había<br />

difundido el rumor de que lo habían arrestado por ofensa a las buenas costumbres.<br />

Tan viejo y tan… ¡Ya, el mundo estaba al revés! Y había tenido el coraje de volver a<br />

presentarse, tres meses después, a la salida de la cárcel. Antes era negro como un cuervo<br />

y ahora rubio como un pajarito… Por poco Nenè no lo tira por la escalera. Sin embargo,<br />

repugnante viejo impudente, aún la seguía y la molestaba por la calle cuando ella iba a las<br />

tiendas para dejar las bolsas y las cajitas o para recoger su comisión.<br />

<strong>La</strong> señora Maddalena sentía piedad por su hija menor, más que por Adelaide. Porque<br />

Adelaide al menos, de joven, había disfrutado, mientras Nenè había nacido y había<br />

crecido en la miseria.<br />

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