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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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este forastero, ricachón y malcriado, habían hecho locuras: vino, mujeres… se<br />

emborrachaban… Borracho, aquel quería jugar a las cartas, y perdía… <strong>La</strong> ruina se la<br />

había procurado por sí mismo, con sus manos: ¿qué tenía que ver la acusación de traición<br />

a sus compañeros de crápula, aquel proceso escandaloso, que había levantado tantos<br />

rumores y difamado a tantos jóvenes, alocados sí, pero de familias buenas y honradas?<br />

Le pareció oír un sollozo al otro lado y llamó:<br />

—¡Diego!<br />

Silencio. Se quedó un rato con el oído y los ojos atentos.<br />

Sí: aún estaba despierto. ¿Qué hacía?<br />

Se levantó y, de puntillas, pegó la oreja a la puerta; luego se agachó para mirar por el<br />

agujero de la cerradura: «Leía… ¡Ah, aún aquellos malditos periódicos! <strong>La</strong> crónica del<br />

proceso… ¿Cómo, cómo se le había ol<strong>vida</strong>do destrozar aquellos periódicos, comprados<br />

en los tremendos días del proceso? ¿Y por qué, aquella noche, en aquella hora, apenas se<br />

había retirado, los había cogido y volvía a leerlos?».<br />

—¡Diego! —llamó otra vez, despacio y abrió tímidamente la puerta.<br />

Él se giró de golpe, como por miedo.<br />

—¿Qué quieres? ¿Estás despierta todavía?<br />

—¿Y tú?… —dijo la madre—. Ves, me haces arrepentirme de mi tontería…<br />

—No. Me divierto —contestó él, levantando los brazos.<br />

Se levantó y se puso a pasear por la habitación.<br />

—¡Rómpelos, tíralos, te lo ruego! —le suplicó la madre con las manos juntas—. ¿Por<br />

qué quieres hacerte más daño? ¡Deja de pensar en ello!<br />

Él se paró en medio de la habitación, sonrió y dijo:<br />

—Bravo. Como si al no pensar yo en ello, todos dejaran de hacerlo. Tendríamos que<br />

hacernos los desentendidos, todos… para dejarme vivir. Desentendido yo, desentendidos<br />

todos… «¿Qué ha pasado? Nada. He estado tres años “de vacaciones”. Hablemos de otra<br />

cosa…» ¿No ves, no ves cómo me miras también tú?<br />

—¿Yo? —exclamó la madre—. ¿Cómo te miro?<br />

—¡Como me miran todos!<br />

—¡No, Diego! ¡Te lo juro! Miraba… te miraba, porque… tendrías que pasar por el<br />

sastre, por eso…<br />

Diego Bronner se miró el traje que llevaba puesto y volvió a sonreír.<br />

—Ya, está viejo. Por eso todos me miran… Sin embargo, me lo cepillo bien, antes de<br />

salir; me arreglo… No sé, me parece que podría pasar por un señor cualquiera, por uno<br />

que pueda, con indiferencia, participar aún en la <strong>vida</strong>… El problema está allí, allí —<br />

añadió, señalando los periódicos en el escritorio—. Hemos ofrecido tal espectáculo que,<br />

vamos, sería demasiada modestia pretender que la gente lo ol<strong>vida</strong>ra… Espectáculo de<br />

almas <strong>desnuda</strong>s, delgadas y sucias, vergonzosas de mostrarse en público, como los tísicos<br />

en el servicio militar. Y todos intentábamos cubrir nuestras vergüenzas con el limbo de la<br />

toga del abogado defensor. ¡Y cómo se reía el público! ¿Quieres que la gente, por<br />

ejemplo, se olvide de que al Ruso, aquel liante, nosotros lo llamábamos Luculloff 11 y que<br />

lo disfrazábamos de antiguo romano, con las gafas de oro sobre la nariz chata? Cuando lo<br />

vieron con aquella cara roja llena de granos y supieron cómo lo tratábamos, que le<br />

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