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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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—Llegué ayer por la noche. Y te doy saludos de parte de tu hermano, quien… ¡te<br />

hago reír! Quería darme una tarjeta de presentación para ti. «¿Cómo? Digo, ¿para<br />

Gigione? Si sabe que yo lo he conocido antes que a usted, por así decir: amigos de<br />

infancia, por Dios, nos hemos roto la cabeza el uno al otro tantas veces… Luego<br />

compañeros de universidad…». <strong>La</strong> gran Padua, Gigione, ¿te acuerdas? <strong>La</strong> gran campana<br />

que tú no oías nunca, nunca, dormías como un… decimos lirón, ¿eh? Pero sería mejor<br />

cerdo. Basta. ¡Solamente una vez la oíste y te pareció que era la alerta de fuego! ¡Bellos<br />

tiempos! Tu hermano está muy bien, sabes, gracias a Dios. Hemos hecho cierto negocio<br />

juntos, y estoy aquí por eso. Oh, pero ¿qué te pasa? Estás fúnebre. ¿Te has casado?<br />

—¡No, querido! —exclamó Gigi Mear, revolviéndose.<br />

—¿Estás a punto de casarte?<br />

—¿Estás loco? ¿Después de los cuarenta? ¡Ni en sueños!<br />

—¿Cuarenta? ¿Y si fueran cincuenta, Gigione, y cumplidos? Ya, tú eres especialista<br />

en no oír nunca nada, ni campanas, ni años, me había ol<strong>vida</strong>do de ello. Cincuenta,<br />

cincuenta, querido, te lo aseguro, y bien cumplidos. ¡Suspiremos! El asunto empieza a<br />

hacerse un poquito serio. Has nacido… espera: en abril de 1851, ¿es verdad o no? 12 de<br />

abril.<br />

—Mayo, si me permites, y 1852, si me permites —corrigió Mear, silabeando,<br />

ofendido—. ¿O quieres saberlo mejor que yo, ahora? 12 de mayo de 1852. Entonces,<br />

hasta ahora, tengo cuarenta y nueve años y unos meses.<br />

—¡Y sin esposa! Muy bien. Yo sí, ¿sabes? Ah, es una tragedia: te haré morir de la<br />

risa. ¡Nos hemos entendido, entre tanto, oh, me has invitado a comer! ¿Dónde devoras en<br />

estos tiempos? ¿Siempre donde el viejo Barba?<br />

—Ah —exclamó Gigi Mear con estupor creciente—, ¿también sabes del viejo Barba?<br />

¿Tú también ibas allí?<br />

—¿Yo? ¿Donde Barba? ¿Cómo quieres que fuera allí, si estoy en Padua? Me lo han<br />

dicho y me han contado las proezas que realizas con los otros comensales en aquel<br />

viejo… ¿debo decir figón, carnicería, mesón?<br />

—Figón, mal figón —contestó Mear—, pero ahora… eh, si vas a comer conmigo<br />

tengo que avisar en mi casa, a la sirvienta…<br />

—¿Joven?<br />

—¡Eh no, vieja, querido, vieja! Y Barba, ¿sabes?, ya no voy ahí y de proezas, ni una,<br />

desde hace tres años. A cierta edad…<br />

—¡Después de los cuarenta!<br />

—Después de los cuarenta hay que tener el coraje de dar la espalda a un camino que,<br />

si lo sigues, te conduce al precipicio. Bajar está bien, pero muy despacio, despacito, sin<br />

rodar. Ahí está, sube. Vivo aquí. Te enseño lo bien que me he arreglado la casita…<br />

—Despacito… casita… —empezó a decir el amigo, subiendo la escalera, detrás de<br />

Gigi Mear—. Ahora hablas con diminutivos y eres tan gordo, tan superlativo, ¡pobre<br />

Gigione mío! ¿Qué te han hecho? ¿Te han cortado las alas? ¿Quieres hacerme llorar?<br />

—¡Bah! —dijo Mear, esperando en la entrada que la sirvienta viniera a abrir la puerta<br />

—. Esta vidorra hay que cogerla por las buenas, acariciarla, acariciarla con los<br />

diminutivos, o te arruina. Yo no quiero llegar a la fosa a cuatro patas.<br />

—Ah, ¿tú crees en el hombre bípedo? —repuso el otro, en este punto—. ¡No lo digas<br />

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