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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Esta contemplaba, desgarrada, a su querida hija, a su adorada criatura, tan buena, tan<br />

hermosa, para quien todo se había terminado; y, en el odio feroz contra el hombre que la<br />

hacía sufrir así, hubiera querido arrancarle de las manos a aquel niño que se parecía tanto<br />

a su padre, incluso en la voz y en los gestos.<br />

—¿Estás segura de que no quieres venir con nosotros? —le preguntó a la hija cuando<br />

los niños estuvieron listos—. Yo, cuidado, aquí no entro jamás. Te quedas sola… <strong>La</strong> casa<br />

de tu madre está abierta. Vendrás, si no hoy, mañana. Pero incluso si no muriera…<br />

—¡Mamá! —le suplicó Adriana, señalando a los niños.<br />

<strong>La</strong> vieja señora se calló y se fue con sus nietos, mientras veía salir de la habitación<br />

del herido al doctor Vocalòpulo.<br />

Este se acercó a Adriana para recomendarle que su marido, por el momento, no la<br />

viera.<br />

—Una emoción imprevista, por leve que sea, podría ser fatal. No hay que hacer nada,<br />

por caridad, que pudiera contrariarlo o impresionarlo de alguna manera. Esta noche mi<br />

compañero se quedará vigilándolo. Si me necesitaran…<br />

No terminó el discurso, notando que ella no lo escuchaba ni le preguntaba acerca de<br />

la gravedad de la herida, y que llevaba el sombrero puesto, como si estuviera por<br />

abandonar la casa. Entornó los ojos, sacudió un poco la cabeza, suspirando, y se fue.<br />

V<br />

Durante la noche, Tommaso Corsi se despertó del letargo, inconsciente. Aturdido por<br />

la fiebre, tenía los ojos abiertos en la penumbra de la habitación. Una pequeña lámpara<br />

ardía sobre la cómoda, rematada por un espejo con tres luces: la luz se proyectaba<br />

vivamente en la pared, precisando los dibujos y los colores del papel pintado.<br />

Tenía la sensación de que la cama era más alta y que solo por eso notaba en aquella<br />

habitación algo que antes nunca había notado. Veía mejor el conjunto de la decoración<br />

que, en la gran quietud, parecía exhalar, de su inmovilidad casi resignada, un consuelo<br />

familiar, al cual las ricas cortinas, que bajaban desde el techo hasta la alfombra, daban un<br />

aire de insólita solemnidad. «Estamos aquí, como tú nos has querido, para tu comodidad»,<br />

le parecía que le decían los diferentes objetos de la habitación, en la conciencia que poco<br />

a poco se despertaba: «Somos tu casa: todo es como antes».<br />

De pronto volvió a cerrar los ojos, casi deslumbrado bruscamente, en la penumbra,<br />

por un relámpago de luz cruda: la luz que había invadido aquella otra habitación, cuando<br />

ella, gritando, había abierto la ventana por donde se había arrojado.<br />

Recuperó entonces, súbitamente, la memoria horrenda: volvió a verlo todo, como si<br />

pasara ahora mismo ante sus ojos.<br />

Él, retenido por el pudor instintivo, no conseguía saltar de la cama, desnudo como<br />

estaba, y Nori hacía explotar contra él el primer impacto, que trituraba el cristal de una<br />

imagen sagrada en la cabecera; él extendía la mano hacia la pistola que se encontraba en<br />

la mesita de noche, y oía el disparo de la segunda bala delante del rostro… Pero no<br />

recordaba haberle dado a Nori: solamente cuando este había caído al suelo, primero<br />

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