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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Y el diálogo podría continuar. Porque existe el caso, ¿sabe?, en que la mujer sea tan<br />

impúdica como para preguntarle al marido si ahora, arreglada y vestida para ir de paseo,<br />

está guapa.<br />

El marido tendría que contestarle:<br />

«¿Sabes, querida? Los gustos son diversos. A mí, por como soy, ya te lo he dicho, ese<br />

peinado no me gusta. ¿A quién quieres gustarle? Necesitaría que me lo dijeras, para<br />

contestarte. ¿A nadie? ¿Realmente a nadie? ¡Entonces, bendita mujer, si es a nadie,<br />

intenta gustarle a tu marido, que al menos es alguien!».<br />

Querido señor, a tal respuesta, la mujer miraría a su marido casi por compasión, luego<br />

se encogería de hombros, como diciendo:<br />

«¿Y tú qué pintas en esto?».<br />

Y tendría razón. <strong>La</strong>s mujeres no pueden evitarlo: por instinto, quieren gustar. <strong>La</strong>s<br />

mujeres necesitan ser deseadas.<br />

Ahora, como bien comprenderá, un marido ya no puede desear a la mujer que tiene a<br />

su lado día y noche. No puede desearla, quiero decir, como ella quisiera ser deseada.<br />

Ya, como la mujer en el marido no ve al hombre, así el hombre en la esposa, con el<br />

tiempo, deja de ver a la mujer.<br />

El hombre, más filósofo por naturaleza, lo supera: la mujer, en cambio, se ofende y<br />

por eso el marido se le vuelve fastidioso y a menudo insoportable.<br />

Ella tiene que hacer lo que quiere, y el marido no.<br />

Cualquier cosa que él haga, créame, nunca será adecuada para ella, porque el amor —<br />

aquel amor que ella necesita—solamente porque es su marido, no puede dárselo. Más que<br />

amor es una cierta aura de admiración, por la cual ella quiere sentirse envuelta. Ahora<br />

vaya usted a admirarla con los rulos en la cabeza, sin sujetador, en pantuflas, y hoy,<br />

pongamos, con el dolor de barriga y mañana con el dolor de dientes. Aquella cierta aura<br />

puede salir de los ojos de los hombres que no saben, y a los cuales ella, sin aparentarlo,<br />

con fino arte, ha querido y ha sabido atraer deteniendo sus miradas para embriagarse de<br />

ellas deliciosamente. Si es una esposa honesta, esto le basta. Le hablo ahora de las<br />

mujeres honestas, entendámonos, es más, hasta de las incorruptas. No tiene gracia hablar<br />

de las otras.<br />

Permítame otra pequeña reflexión. Nosotros, los hombres, hemos adquirido la<br />

costumbre de decir que la mujer es un ser incomprensible. Señor mío, la mujer, en<br />

cambio, es como nosotros, pero no puede ni mostrarlo ni decirlo, porque sabe, antes que<br />

nada, que la sociedad no se lo consiente, echándole la culpa de lo que al contrario<br />

considera natural para el hombre; porque sabe que, si lo mostrara y lo dijera, ya no le<br />

gustaría a los hombres. Así se explica el enigma. Quien ha tenido, como yo, la desgracia<br />

de tropezar con una mujer sin pelos en la lengua, lo sabe bien.<br />

Y demos otro sorbo. ¡Y ánimo!<br />

Carlotta no era así al principio. Cambió inmediatamente después del matrimonio, es<br />

decir: apenas se sintió cómoda y se dio cuenta de que yo empezaba, naturalmente, a ver<br />

en ella no solamente el placer, sino también esa cosa feísima que es el deber.<br />

Yo tenía que respetarla ahora, ¿no? ¡Era mi esposa! Pues bien, tal vez ella no quería<br />

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