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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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DISTRACCIÓN<br />

Negra, en el resplandor violento de un sol de agosto sofocante, una carroza fúnebre<br />

de tercera clase se paró frente al portón semiabierto de una casa nueva, entre las muchas<br />

calles nuevas de Roma, en el barrio de Prati di Castello.<br />

Deberían de ser las tres de la tarde.<br />

Todas aquellas casas nuevas, que en su mayoría aún no estaban habitadas, parecían<br />

mirar con el espacio de las ventanas vacías a aquella carroza negra.<br />

Construidas desde hacía poco, con el propósito de recibir a la <strong>vida</strong> veían a la muerte,<br />

que venía a cazar justo allí.<br />

Antes de la <strong>vida</strong>, la muerte.<br />

Y aquella carroza había llegado lentamente, al trote. El cochero, que se caía del<br />

sueño, con el sombrero de copa pelado, inclinado sobre la nariz, y un pie sobre el<br />

guardabarros delantero, frente al primer portón que le había parecido semiabierto en señal<br />

de luto, le había dado un tirón a las bridas, había echado el freno al manubrio del<br />

trinquete, y se había tumbado a dormir más cómodamente en el pescante.<br />

A la puerta de la única tienda de la calle se asomó, apartando la cortina de terliz,<br />

grasienta y arrugada, un hombre con el pecho descubierto, sudado, mugriento, con las<br />

mangas de la camisa dobladas en los brazos peludos.<br />

—¡Ps! —llamó, dirigiéndose al cochero—. ¡Ahó! Más allá…<br />

El cochero ladeó la cabeza para mirar desde debajo del ala del sombrero de copa, a la<br />

altura de la nariz; aflojó el freno; sacudió las bridas en el lomo de los caballos y pasó<br />

delante de la droguería, sin decir nada.<br />

Aquí o allí, para él, daba lo mismo.<br />

Y delante del portón, este también semiabierto, de la casa que se encuentra más allá,<br />

se paró y volvió a dormirse.<br />

—¡Burro! —farfulló el vendedor, sacudiendo los hombros—. No se da cuenta de que<br />

a esta hora todos los portones están semiabiertos. Tiene que ser nuevo en el oficio.<br />

Así era, verdaderamente. Y a Scalabrino aquel oficio no le gustaba nada. Pero había<br />

trabajado de portero y se había peleado primero con todos los inquilinos y después con el<br />

dueño de la casa; de sacristán en San Roque y se había peleado con el párroco; había<br />

hecho de cochero en la plaza y se había peleado con todos los vendedores de recambios,<br />

hasta hacía tres días. Ahora, al no encontrar nada mejor en aquella estación muerta, se<br />

había colocado en aquella empresa de servicios fúnebres. Se pelearía aquí también, lo<br />

sabía a ciencia cierta, porque no podía soportar que se hicieran mal las cosas. Y además<br />

era un desgraciado, así era. Bastaba con verlo. <strong>La</strong> cabeza entre los hombros; los párpados<br />

caídos; la cara amarilla, como de cera; y la nariz roja. ¿Por qué era roja su nariz? Para que<br />

todos lo tomaran por borracho, aunque él ni supiera qué sabor tenía el vino.<br />

—¡Puf!<br />

Estaba hasta las narices de aquella <strong>vida</strong> perra. Y un día u otro, la última pelea sería<br />

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