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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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—Usted no puede oponerse, señor abogado. ¡Yo conduzco el interrogatorio!<br />

—¡Y entonces depongo la toga!<br />

—¡Hágame el favor, señor abogado! ¿Habla en serio? Si el imputado confiesa…<br />

—¡No, señor! ¡No, señor! ¡Aún no ha confesado nada, señor presidente! Solamente<br />

ha dicho que según él la culpa es de la señora Fiorìca, que ha montado un escándalo en su<br />

casa.<br />

—¡Está bien! ¿Y ahora usted puede impedirme que le pregunte al imputado si tenía<br />

conocimiento de la aventura de su mujer con el señor Fiorìca?<br />

En ese momento se levantaron en toda la sala señales de denegación, apremiantes y<br />

violentas. El presidente se enfureció y de nuevo amenazó con desalojar la sala.<br />

—Conteste, imputado Argentu: ¿usted estaba al corriente, sí o no, de la aventura de<br />

su mujer?<br />

Tararà, perdido y derrotado, miró al abogado, miró al público y finalmente:<br />

—¿Tengo… tengo que decir que no? —balbuceó.<br />

—¡Ay, qué tonto! —gritó un viejo campesino del fondo de la sala.<br />

El joven abogado dio un puñetazo sobre el banco y se giró, resoplando, para sentarse<br />

en otro lugar.<br />

—¡Diga la verdad, por su interés personal! —el presidente exhortó al imputado.<br />

—Excelencia, digo la verdad —Tararà retomó la palabra, esta vez con ambas manos<br />

en el pecho—. Y esta es la verdad: ¡era como si no lo supiera! Porque el asunto… sí,<br />

Excelencia, me dirijo a los señores jurados; porque el asunto, señores jurados, era sabido<br />

y entonces nadie podía sostener que yo estaba al corriente de ello. Hablo así, señores<br />

jurados, porque vivo en el campo. ¿Qué puede saber un pobre hombre que trabaja en el<br />

campo de la mañana del lunes hasta la noche del sábado? ¡Esas desgracias pueden pasarle<br />

a cualquiera! Por supuesto, si alguien viniera al campo a decirme: «Ten cuidado: tu mujer<br />

tiene una aventura con el señor Fiorìca», no podría evitar actuar y volvería corriendo a<br />

casa, con la azuela en la mano, para partirle la cabeza a mi mujer. Pero nadie había venido<br />

a decírmelo, señor presidente, nunca; y yo, con buena intención, si a veces tenía que<br />

volver al pueblo en medio de la semana, siempre enviaba a alguien antes para que avisara<br />

a mi mujer. Para que Su Excelencia vea que no era mi intención hacer daño. El hombre es<br />

hombre, Excelencia, y las mujeres son mujeres. Claro, el hombre tiene que considerar a la<br />

mujer como es —lleva la traición en la sangre—, incluso sin el caso de que se quede sola,<br />

quiero decir con el marido ausente durante toda la semana; ¡pero la mujer, por su parte,<br />

tiene que considerar al hombre y entender que el hombre no puede hacerse descubrir por<br />

la gente, Excelencia! Ciertas injurias… sí, Excelencia, me dirijo a los señores jurados;<br />

¡ciertas injurias, señores jurados, te marcan la cara para siempre! ¡Y el hombre no puede<br />

soportarlas! Ahora, dueños míos, estoy seguro de que aquella desgraciada siempre tuvo<br />

cierta consideración hacia mí, y es tan cierto que yo nunca le había tocado ni un pelo.<br />

¡Todo el vecindario puede venir a testificarlo! Qué podía hacer yo, señores jurados, si<br />

luego aquella bendita señora, de repente… Señor presidente, Su Excelencia tendría que<br />

hacer venir aquí a esta señora, ¡yo sabría hablar con ella! No hay nada peor… ¡me dirijo a<br />

ustedes, señores jurados, que las mujeres provocadoras! «Si su marido», le diría a esta<br />

señora, si la tuviera ante mis ojos, «si su marido hubiera tenido una aventura con una<br />

mujer soltera, usted, señora, podía tomarse el gusto de montar todo este escándalo, que no<br />

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